CAPÍTULO 6 y 7
¿HAY OTRAS EXPLICACIONES?
Debo confesar al lector que la mayor dificultad a la hora de afrontar posibles explicaciones a la experiencia de contacto del Grupo Aztlán estuvo, en un principio, en mis propias convicciones. Y ello por-que me ocurrió lo que, por otra parte, le suele suceder a la mayoría de los investigadores que intentan resolver un enigma: afrontarlo en función de unos parámetros predeterminados que pretendí fueran lo más objetivos y libres de dogmas o creencias posible, sin darme cuenta de que esa misma actitud ya me condicionaba en la búsqueda de resultados. Me explicaré: el grupo de Owen, por poner un ejemplo prác-tico, desarrolló el experimento comentado para saber si el ser humano es, efectivamente, capaz de “crear” con la simple fuerza del pensamiento un “ser” en el plano mental (lo que los parapsicólogos llaman una “ideoforma”), dotado no sólo de inteligencia, sino de personalidad propia diferente a la de sus creadores e, incluso, capacidad de discernimiento, manteniendo luego diálogos con él. Y, con inobjetable criterio científico, diseñaron un protocolo que les garantizase que el origen del fenómeno –si finalmente tenía lugar – no pudiera ser otro que el pretendido. Así lo hicieron, pues, quedando plenamente convencidos de que, en la media en que el “personaje” con quien iban a comunicarse era completamente imagi-nario, inventado hasta el más mínimo detalle de manera conjunta por todos ellos, si éste respondía a ese perfil podrían descartar de plano tanto la posibilidad de que se tratase de la mente de cualquiera de ellos como del espíritu de un desencarnado.
Y yo pregunto: ¿por qué? ¿Qué impide racionalmente que, a pesar de sus deseos –como en su respuesta me dijera Geenom –, ese presunto “ser” no fuera en principio más que la manifestación de una de las mentes del grupo –ni siquiera una ideoforma, posibilidad que por otra parte tampoco descarto – y, posteriormente, un espíritu desencarnado –en el supuesto de que existan y puedan comunicarse con nosotros – que tomara las riendas del asunto? ¿O incluso –¿y por qué no?– que desde el principio se manifestara un desencarnado que les hubiera oído fraguar todo el experimento y les hubiera seguido el juego? Absolutamente nada.
Y es que Owen y su grupo partieron de una premisa falsa: que si la personalidad e historia del comunicante se ajustaba a la que habían inventado, ello demostraría que habían tenido éxito.
Es decir, que de entrada negaban que pudiera haber cualquier otra explicación alternativa a la que ellos habían previsto. Y excuso decir el asombro que produciría en algunos lectores conocer cuán a menudo ocurre esto, incluso en experimentos desarrollados en los laboratorios de Química, donde mu-chas veces –y está fehacientemente demostrado – la mera observación del investigador y sus expectativas influyen – mentalmente – en el proceso que observa. Hasta el punto de que, incluso en similares condiciones y protocolo, el mismo experimento químico llega a dar resultados diferentes. ¡Y eso en el denso terreno de la experimentación física! Imaginen, pues, en el sutil campo de la mente...
En suma, la explicación del singular experimento de Philip, valioso sin duda, sigue abierto. Y sólo en la medida en que uno limite las posibilidades en función de sus “creencias”, éstas se verán reducidas. Incluso si esas “creencias” son “racionalistas”. Verá: la posibilidad de que el espíritu de un desencarnado se comunique con nosotros pertenece, hoy por hoy, al terreno de la “creencia”, pues aunque es verdad que existen multitud de evidencias circunstanciales que apoyan esa hipótesis, no hay tampoco certeza objetiva de ello. Pero, paralelamente, no existe evidencia alguna que demuestre lo contrario. Es decir, negar la existencia de los espíritus y, por ende, la posible comunicación con nosotros, pertenece también al terreno de la “creencia”. En definitiva, todos somos “creyentes”, sólo que unos “creen” que los espíritus existen y podemos comunicarnos con ellos, y otros “creen” que no.
Pues bien: aplíquese esto a cualquier aspecto de la vida. Hay quienes, en el terreno de la religión, por ejemplo, “creen” que Jesús murió en la cruz; otros, por el contrario, “creen” que no (en especial quienes entienden que es un buen argumento para hacer tambalear los cimientos de la fe cristiana). Pues bien: ambos bandos son “creyentes” de lo que defienden, porque lo único cierto es que nadie tiene “evidencia” alguna de lo que realmente pasó hace dos mil años... por la sencilla razón de que ninguno de quienes vivimos en esta época estuvo allí. Y las evidencias históricas de distinta índole existentes en este caso no son, en modo alguno, concluyentes. Y si esto pasa al hablar sólo de la presunta muerte en la cruz, imagínense si entrásemos en cuestiones más complejas, como la de su “resurrección”...
Un problema, en suma, de “creencias”. ¿Cómo abordar, en consecuencia, la explicación del fenó-meno de la comunicación del Grupo Aztlán con presuntos seres extraterrestres? ¿Negando su existencia por razones de supuesto sentido común – y, por tanto, rechazando “per se”, a priori, esa posibilidad (como hicieran Owen y su grupo en el terreno que exploraron)– o, por el contrario, estando abierto a cualquier explicación que nuestro conocimiento y cultura actuales permitan, por descabellada que alguna pudiera parecerle a alguien?
Bien. Me he decidido por esta última postura. Porque yo no sé con certeza –no tengo evidencias – si todo esto puede explicarse etiquetando simplemente a quienes viven estas experiencias de esquizofrénicos, si es posible comunicarse en nuestro plano de existencia con espíritus desencarnados o con extraterrestres, si la mente es capaz de crear “ideoformas” en el campo mental, si la fuente de la información pertenece a éste o a otros planos dimensionales, si el origen está en el futuro o es fruto de alguna mani-pulación efectuada por alguien que hace experimentos de control mental a distancia mediante radiónica, o, incluso, si procede del inconsciente colectivo, tiene o no que ver con la teoría de los campos morfogenéticos de Rupert Sheldrake, está imbricada en la hipótesis del campo unificado del que hablara el físico David Böhm o si, sencillamente, nuestras mentes son capaces de conectar con el gran holograma univer-sal en la medida en que, como explica Karl Pribran, los cerebros humanos parecen funcionar de manera holográfica. En definitiva me niego a rechazar apriorísticamente cualquier hipótesis, por irracional o fan-tástica que alguna le pueda resultar a alguien.
UN PROBLEMA DE CONCEPTOS
Por otra parte, intentar explicar las posibles causas del fenómeno que vive el Grupo Aztlán – y otros similares – depende del grado de aceptación común que poseamos respecto de algunas cuestiones básicas como la idea que tengamos de Dios, nuestra concepción del universo, cuáles son las leyes que lo rigen, si está o no habitado por otras civilizaciones o qué entendemos por mente y cuáles son sus capa-cidades y facultades, entre otras muchas cosas. Sin embargo, exponer someramente todo eso, sin siquie-ra profundizar en ello, requeriría al menos otro volumen como éste. Y no es el objeto del presente libro. En consecuencia, me limitaré a perfilar de forma muy breve algunas de las posibles explicaciones que, a buen seguro, el lector medio habrá ya intuido al meditar sobre lo hasta ahora dicho y que, de pasada, acabo de mencionar.
Centrémonos, pues, en el proceso del contacto que desarrolla el Grupo Aztlán. ¿Cómo explicarlo? ¿Cuál es la fuente de la información que reciben?
Empezaré diciendo que ni siquiera niego la posibilidad de que el vaso pudiera moverse a través del tablero de la ouija por razones ajenas a las expuestas por el propio grupo –mero reflejo, por otra parte, de lo que a través del propio contacto se les ha dicho – y que haya algún tipo de energía desconocida que cause su desplazamiento o se deba a las facultades psicocinéticas de alguno – o algunos – de los presentes; pero como quiera que los propios psiquiatras y neurofisiólogos ortodoxos aceptan que la causa parece ser, en efecto, la expuesta (movimientos automáticos de la mano siguiendo las órdenes del in-consciente), lo mismo que la práctica totalidad de los movimientos tradicionales de espiritismo, no parece razonable intentar buscar explicaciones alternativas en este momento – que no descarto – ya que entien-do que ello no aportaría mayor claridad al fenómeno.
Razón por la que me voy a centrar en la fuente del contacto; esto es, en qué o quién se manifies-ta a través de la ouija.
En ese sentido, y sin ánimo de ser exhaustivo, debo decir que se me ocurren, al menos, las si-guientes posibilidades:
1) Que la respuesta decodificada por el vaso proceda de la mente de uno de los presentes. Por supuesto, ello supone aceptar la existencia de la telepatía, porque tanto si se trata de uno de quienes ponen el dedo sobre el vaso, como si el “responsable” es uno de los que permanecen mirando, para que el vaso decodifique el mensaje se requiere la sincronicidad de las dos –a veces más – personas que tienen sus dedos encima. Lo que sólo es posible transmitiendo el mensaje mediante telepatía de forma prácticamente instantánea, de manera que los inconscientes de quienes mueven el vaso actúen si-multánea y sincronizadamente.
Y fíjese el lector que todo ello tendría lugar, cuando menos es muchos casos, sin que la persona que “envía” el mensaje que va a decodificarse lo sepa, es decir, sin que sea “consciente” de que la “fuente” es él.
2) Que la respuesta – y hablo de la misma respuesta a una pregunta, porque podría darse el caso de que cada respuesta a lo largo de una sesión la diera una mente distinta – proceda de los inconscien-tes de varios de los presentes. Esto es, que la fuente de una respuesta sea múltiple: el inconsciente de dos, de tres, de cuatro... o, incluso, de todos los miembros del grupo a la vez. Ello supondría aceptar que, casi de manera instantánea, todos los inconscientes implicados se pondrían en contacto telepático simultáneamente entre sí y, en milésimas de segundo, adoptarían una respuesta común que sería luego decodificada a través de las mentes de quienes manejan el vaso. Como se ve, algo mucho más complejo y difícil de aceptar ya que presupone, además, que existiría entre los presentes gran afinidad e identidad de criterios sobre multiplicidad de temas, y sabemos que – al menos a nivel consciente – eso no es lo habitual.
En cualquier caso, he de hacer un inciso antes de pasar a plantear otras posibilidades para pun-tualizar que las dos apuntadas hasta ahora son las más aceptadas convencionalmente, incluso por los psicólogos, psiquiatras y neurofisiólogos ortodoxos, sin que la mayoría parezca haber reparado en algunos hechos importantes:
Uno, que en cualquiera de ambos casos, se estaría aceptando la existencia de la transmisión de pen-samientos entre mentes, es decir, la telepatía, lo que la comunidad científica se ha negado hasta el momento a reconocer de manera oficial. Curiosa incongruencia.
Tres, que además de la comunicación instantánea entre los inconscientes, ésos demostrarían ser capaces de actuar por sí mismos y encontrar una respuesta coherente y común que satisfaga a todos para que ese único mensaje sea transmitido y decodificado a través del vaso.
Pero no acaba ahí la cosa. Porque, aun aceptando que lo dicho se pueda producir, por difícil que se nos antoje, ¿de dónde obtienen los datos, la información, el conocimiento puntual y preciso en los casos en que no es aceptable pensar que está almacenado en el subconsciente? Es decir, si en un contac-to se pregunta por alguna cuestión concreta de Astronomía, Física, Medicina, Filosofía, Historia, Psicología, Religión, Deportes o cualquier otra materia, puede darse el caso de que uno o varios de los presentes posean conocimientos sobre el tema en cuestión por haber leído o estudiado algo sobre ella, o puede suceder que, aunque ninguno posea tales conocimientos, en alguno quedaran “almacenados” – impresos en el subconsciente – tras ver una película en televisión o cine, ojear un libro, asistir a una obra de teatro, escuchar una conferencia, participar en un seminario, atender una conversación ajena, etc. Difícil también de admitir, pero posible.
Ahora bien, ¿y qué decir de los casos en que es prácticamente “imposible” que es información esté en el subconsciente de las personas presentes en el contacto? Y pongamos dos ejemplos bien sencillos: ¿cómo puede provenir esa información de los subconscientes de los reunidos cuando la misma, por ejemplo, se detalla con absoluta perfección lingüística en un idioma que ninguno de los presentes conoce? ¿O cómo pueden recibirse complejas fórmulas – no cosas ligeras o simples, sino de elevado nivel de conocimiento – de Química o Matemáticas? La respuesta es simple: no hay respuesta... a ese nivel. Es decir, está claro que la respuesta se ha producido, pero también está claro que su origen no puede estar en la “memoria” de los presentes. Pero, entonces, ¿de dónde proviene la información? ¿Del ser que se identifica en el contacto? ¿De un extraterrestre, en el caso del Grupo Aztlán? Podría ser. Pero no necesariamente. Porque existen aún otras posibilidades, eso sí, algunas ya no tan “convencionales”.
Por ejemplo, que esa información esté almacenada en lo que se denomina “memoria perpetua” – que la comunidad científica ni menciona, porque para ella no existe –, es decir, la memoria que uno incorporaría en el momento de su nacimiento y que se transmitiría – entre otras “vías” en las que no es el momento de entrar – a través del ADN genético. Memoria perpetua en la que se hallaría codificada la información almacenada por todos nuestros antepasados, por lo que no sólo nuestras características físicas y psicológicas vendrían en cierta medida prefiguradas, sino que nos legarían la información, los conocimientos acumulados por todos y cada uno de ellos durante sus vidas, y eso a lo largo de los milenios. ¿Se lo imagina, amigo lector? Un “disco duro” genético con la información – siempre hasta el momento de cada “concepción”, obviamente – de nuestros padres, nuestros cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así durante generaciones y generaciones... Y ello sin necesidad de aceptar algo tan controvertido para algunos como la reencarnación. Porque si, usted lector, cree en ella, entonces deberá añadir a ese “disco duro” la información sobreañadida que cada uno traería al nacer, atesorada durante sus anteriores reencarnaciones. ¿Y cuántas? ¿Decenas? ¿Cientos? ¿Miles? ¿En éste o también en otros planetas? ¿Cómo saberlo? En cualquier caso, sí es obvio que en este caso esa información no se transmitiría por vía genética. Pero, ¿y por vía del ADN astral? Porque, ¿es verdad que además del ADN físico, los seres humanos tienen un ADN astral que se incorpora durante la gestación y que es aportado por el espí-ritu o alma que va a encarnar antes de su definitiva incorporación al cuerpo? ¿Está en él la información de nuestras anteriores encarnaciones? ¿O ésa se encuentra en el mismo espíritu? No quiero seguir. Esto pertenece ya a un terreno en el que no debo profundizar en este momento, entre otras razones porque su explicación chocaría con la lógica racionalista que, en alguna medida, pretendía seguir para buscar respuesta a mis propias inquietudes. Dejémoslo, pues, aquí.
¿COMUNICACIÓN CON ESPÍRITUS?
Bueno –argumentarán algunos lectores –, ¿y por qué no va a tratarse, sencillamente, de uno o varios espíritus desencarnados? Porque éstos – y hay testimonios de ello desde hace milenios –, se interrelacionan de forma habitual con nosotros y, como no tienen limitaciones físicas, pueden estar perfecta-mente al día en todos los terrenos del saber, incluso en aquellos a los que nosotros no tenemos fácil acceso.
Bien, la verdad es que eso presupone admitir varias cosas y dudo que todos los lectores estén de acuerdo. ¿Cuáles? Pues, entre otras, éstas:
a) Que el hombre es inmortal y su alma o espíritu sobrevive al cuerpo físico.
b) Que, siendo así, ese espíritu permanece – cuando menos algún tiempo, cuando menos algunos de ellos – en un plano de existencia cercano al nuestro.
c) Que, a pesar de estar físicamente muerto, un espíritu puede no sólo interrelacionarse con nosotros, sino comunicarse mediante diversas técnicas: la ouija, el trance mediúmnico, la escritura automática, los sueños, las psicofonías, las psicoimágenes, etc.: y
d) Que si, efectivamente, hay espíritus comunicándose con seres humanos vivos, tienen la capacidad de interferir en nuestras vidas desde el otro plano.
¿Acepta usted esta posibilidad? Si así es, he ahí una de las posibles explicaciones a los fenóme-nos de contacto. Es más: recuerde que el propio Geenom me decía en la entrevista que la mayor parte de los casos de presuntos contactos con extraterrestres no son en realidad sino mentalismos generados in-conscientemente por alguna – o algunas – de las personas que conforman los grupos de contacto o bien manifestaciones de espíritus desencarnados que se hacen pasar por ellos. Razón por la que, obviamente, usted y yo tenemos derecho a plantearnos que todo lo que he trascrito en la entrevista puede ser igual-mente fruto de un fenómeno mentalista o, aceptando la existencia de la reencarnación, que Geenom – y sus compañeros, si es que son varias las entidades que se manifiestan en las clases – sean en realidad espíritus desencarnados haciéndose pasar por seres extraterrestres.
Pero no nos adelantemos a los acontecimientos porque, además de las expuestas, sigue habiendo aún otras posibles explicaciones.
Volvamos, pues, atrás, a la pregunta de cómo es posible –en el caso de que aceptemos que todo se podría explicar mediante una cuestión de procesos mentales – que las respuestas tengan no sólo un alto nivel de conocimiento y no puedan proceder de la memoria de ninguno de los miembros del grupo, sino que además sean tan contemporáneas, tan de vanguardia, que esa posibilidad deba ser, sin más, rechazada... ¿Existe en tales casos alguna otra explicación?
Pues... sí; existe. La de que, por ejemplo, algún miembro del grupo – o varios – contacte telepá-ticamente –a nivel inconsciente, por supuesto – con alguna persona – o personas – de la Tierra, ajena a los reunidos que posea esa información. Y que ésta, también telepáticamente y de forma inconsciente, la transmita y sea luego decodificada a través del vaso. Así de simple. O de complicado, porque ello supon-dría aceptar que las mentes de todos los seres humanos están –o pueden estarlo – intercomunicadas, bien de forma permanente, bien ocasional y puntualmente.
EL INCONSCIENTE COLECTIVO
Cuando a lo largo de estos dos años expliqué a algunos amigos la experiencia que estaba vivien-do y mis dudas sobre la fuente, el origen real de la información que se recibe a través de los contactos del Grupo Aztlán, obtuve las más diversas respuestas. Para algunos, sin embargo, el proceso en sí resul-taba tan fascinante que conocer el origen de la información era mucho menos importante que su conteni-do. Para otros, el contenido no tenía ninguna importancia porque intuían que todo procedía de las propias mentes de los miembros del grupo y, en consecuencia, no tenía mayor valor. Los primeros denotaban una sorprendente ingenuidad, pero su mente estaba libre de prejuicios; los segundos estaban llenos de prejuicios y, convencidos ya de “su” verdad, no estaban dispuestos a perder tiempo analizando los hechos. En unos faltaba capacidad analítica y crítica; en otros sobraba soberbia.
Los más, por el contrario, aceptaron entrar en el juego de buscar la verdad. En el de buscarla, no en el de encontrarla. Y sería con ellos con quienes formulé hipótesis que permitieran explicar el fenóme-no. Y, en ese sentido, la primera proposición que se planteó sería si los miembros del Grupo Aztlán no estarían contactando mentalmente con el inconsciente colectivo del que hablara Carl Gustav Jung.
Pero, se preguntará el lector menos informado, ¿qué es eso del “inconsciente colectivo”? Bien, vamos a intentar explicarlo someramente:
Sigmund Freud, contemporáneo de Jung, fue el primero en hablar de que, a nivel mental, en to-dos los hombres existe un estrato de conciencia – el inconsciente –, que vendría a ser como una especie de almacén donde guardamos todas las experiencias de nuestra vida, en especial aquellas que hemos reprimido porque nos hace daño recordarlas. Concepto que ampliaría más tarde, al acabar postulando que, además, debía de existir un “super–yo”, algo que tenía ya el carácter de conciencia colectiva.
Sería, en cualquier caso, su discípulo más famoso, Carl Gustav Jung , quien estructurara una formulación detallada en torno a la existencia y manera de manifestarse de esa conciencia global. Para éste, el inconsciente personal descansaría en realidad sobre un estrato más profundo, no originado en la experiencia y la adquisición personal, sino innato. Estrato que, por tanto, no sería de naturaleza personal, sino universal, y que a diferencia de la psique individual, sería idéntico en todos los hombres y constitui-ría un fundamento anímico de naturaleza suprapersonal. Estrato común a todos los seres humanos que definió como “inconscientes colectivo”.
Bueno – se preguntará sin duda el lector –: ¿y por qué va a haber un estrato común a todos los seres humanos? ¿Cómo llegó a esa conclusión? Bien. Jung se dio cuenta de que en las mitologías y cultu-ras de las más diversas civilizaciones había una serie de creencias que eran comunes. Por ejemplo, en todas se creía que los espíritus descienden siempre del cielo, que el agua es símbolo de vida, que el Sol representa la divinidad, etc. Y que eso era así tanto si se trataba de un nativo centroafricano como de un aborigen australiano o un ejecutivo japonés. Es decir, que en todos había una serie de arquetipos comu-nes. (He de señalar que el concepto de arquetipo ha estado presente a lo largo de la historia en las re-flexiones de los principales pensadores, desde Platón hasta Hermes Trismegisto pasando por Filón de Alejandría, Irineo, Dionisio o San Agustín.)
Pues bien, Jung entendió que esos arquetipos – comunes a todos los pueblos de la humanidad –, constituían el contenido del inconsciente colectivo. Un día, por cierto, le preguntaron cuántos arquetipos había en el mundo, respondiendo que “infinitos”, aunque probablemente hubiera querido decir que incon-tables. Luego matizaría que en ese inconsciente colectivo también se hallaban los mitos y los sueños. Si bien, para él, los sueños no eran sino una síntesis del inconsciente colectivo y el inconsciente personal, mientras que los mitos constituían algo así como una dramatización de los arquetipos.
Llegado a este punto, se planteó el problema de cómo conocerlos, de cómo llegar a ellos; para lo cual, Jung propuso utilizar lo que llamaría el lenguaje del inconsciente colectivo; los símbolos. De ahí que – diría – los símbolos encierren, en mayor o menor medida, la carga energética de los arquetipos.
Carl Gustav Jung nació en 1875 y su vida estuvo salpicada de numerosos “encuentros” con lo pa-ranormal. En 1920 fue testigo de fenómenos de fantasmogénesis junto con los célebres investigado-res Bleuler y Schrenck-Notzinh, e incluso participó en algunas de las sesiones del sensitivo Rudi Schneider. Su propia madre, Emilie Jung, y antes de ella su abuela, Augusta Preiswerk, habían pro-tagonizado experiencias de percepción extrasensorial y psicocinesis. Fruto de esas vivencias y estu-dios sobre lo paranormal fue su disertación doctoral Zur Psychologie und Pathologie sogenannter occulter Phänomege (Sobre la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos), así como su posterior formulación del principio de “sincronicidad”, la vinculación no casual que explicaría las coincidencias “significativas”.
Poca gente sabe, por cierto, que Jung estudió el fenómeno de los platillos volantes – véase su obra Un mito moderno – afirmando que la proliferación de avistamientos de OVNIs en su época se debía a que, al estar nuestra humanidad enferma por tener la conciencia altamente escindida, se hacía necesa-ria – así lo preveía él – la llegada de un sanador, de un salvador divino, que sería lo que anunciarían esos mandalas que tanta gente afirmaba ya entonces ver, plasmación masiva y arquetípica de la tradición hindú y universal en tanto símbolos de la integración de la conciencia y de la totalidad.
En ese sentido, cabe recordar que si bien las experiencias de encuentros con entidades “fantas-males”, incorpóreas, han sido un fenómeno permanente a lo largo de la historia, como puede observarse en el folklore primitivo de todas las culturas, nunca como hoy, cuando parece existir una amenaza de extinción universal, nos habían “visitado” esas entidades tan masivamente. Razón por la que la mayoría de los investigadores creen que tal avalancha no es sino una reacción contra la visión unidimensional del mundo al no lograr satisfacer los interrogantes del alma humana. Asimismo, numerosos psicoanalistas sostienen que estas “apariciones” no corresponden a entidades existentes de ninguna clase, sino que serían “habitantes” del inconsciente, visiones creadas por la mente que aparecen en nuestra vida en mo-mentos cruciales, revelándonos nuevas dimensiones de la existencia.
Por eso el conocido filósofo norteamericano Michael Grosso cree que el contactismo OVNI, como otros fenómenos de “canalización” de entidades, son simples manifestaciones de una alteración en el inconsciente colectivo de la especie debido al violento impacto que ha tenido la ciencia moderna sobre la vida del hombre y sobre la ecología del planeta. El auge reciente del fenómeno de contactos son presun-tas entidades como la Virgen, los ángeles o los extraterrestres sería, bajo ese punto de vista, un simple intento inconsciente de reestablecer nuestro contacto con el reino de arquetipos atemporal e infinito. Tesis compartida por el investigador francés Jacques Vallée, para quien los Ovnis – y, por extensión, las demás entidades – actuarían como un servomecanismo para el crecimiento de la inteligencia humana: “Son parte – afirma Vallée – del sistema de control de la evolución humana (...). Pero sus efectos, en lugar de ser sólo físicos, también repercuten en nuestro sistema de creencias. Influyen sobre lo que lla-mamos nuestra vida espiritual. Y afectan a nuestras instituciones políticas, a nuestra historia y a nuestra cultura”.
En cualquier caso, no nos desviemos. Porque, ¿dónde “ubicaba” Jung ese mundo arquetípico? Pues bien, para éste, el mundo de los arquetipos sería como un todo inaprehensible, algo que está más allá de nuestra capacidad de comprensión a nivel de conciencia de vigilia, y que en consecuencia, no puede ser tocado, troceado, pesado, medido.. En otras palabras, estaría en el Vacío, en la Conciencia absoluta.
Uno de los creadores de la moderna Psicología Transpersonal, el psiquiatra checo emigrado al Estados Unidos Stanislav Grof, fundador en 1978 –junto con Michael Murphy y Richard Price– de la Asociación Transpersonal Internacional, lo explica con estas palabras: “El Vacío existe más allá de cualquier forma; se halla más allá del espacio y del tiempo y, aunque es la fuente de todo, no procede de ninguna parte. Se trata de un estado en el que no podemos percibir nada en concreto, pero en el cual existe la profunda certeza de que lo contiene todo Así pues, la Vacuidad Absoluta está preñada potencialmente de todo lo existente”. Y prosigue: “El Vacío trasciende cualquier concepto ordinario de causalidad. Quienes han experimentado este estado se tornan agudamente conscientes de que todas las formas emergen de este Vacío y asumen la forma de un arquetipo o de una realidad fenoménica sin que exista ninguna razón o causa aparente para ello.
Es decir, la Psicología Transpersonal ha empezado por redefinir la conciencia al entender que hoy día no es aceptable ya la concepción de una conciencia dual que se consideraba distinta de la materia y de la mente y que reducía su extensión al área individual. Ahora, metabolizado ya el concepto de incons-ciente colectivo jungiano, lo que se preconiza es la existencia de una conciencia única y total. Una con-ciencia que nos trasciende y, al trascendernos, nos integra en la totalidad. Una conciencia que es la Rea-lidad, la única realidad. Con lo que los estados modificados de conciencia personales pasarían a ser simples aspectos subjetivos de la conciencia global.
De ahí que incluso se haya intentado obtener el estado de éxtasis místico sincronizando nuestros ritmos cerebrales con la banda theta de frecuencia 7,83 Hz, o “resonancia Schumann”, así llamada porque fue este científico quien postuló matemáticamente en 1952 que nuestra Tierra y la ionosfera constituían una cavidad resonante y una guía de ondas, calculando que sus constante físicas y el campo mag-nético debían oscilar en una frecuencia resonante idéntica a la banda de ondas de los ritmos cerebrales humanos. Y, en efecto, diez años después –en 1962– se detectaron y grabaron las señales preconizadas por W.O. Schumann, comprobándose que esa resonancia presenta un pronunciado nodo en torno a los 7,82 Hz. Frecuencia que sería bautizada con el nombre de “onda cerebral terrestre” y que hoy se está utilizando ya para inducir estados místicos.
¿Y por qué el concepto de “transpersonal”? Literalmente, el término significa “más allá de lo per-sonal”. Por lo que resulta obvio que esta nueva concepción de la psicología estudia el desarrollo humano más allá del ego, o sea, del yo personal, afirmando además que es posible experimentar la totalidad y la autotrascendencia. Claro que para aceptar esta posibilidad se requiere, ante todo, concebir de otra mane-ra la conciencia. Porque para la Psicología Transpersonal, la conciencia no es – como muchos siguen explicando – un producto del cerebro humano, algo que se encuentra dentro de nuestro cráneo y es fruto de nuestra vida individual, sino algo que existe fuera de nosotros, algo independiente de nuestras vidas personales y que no se encuentra ligado a la materia; algo, en definitiva, ajeno a nuestros sentidos físicos, aunque se halle, no obstante, mediatizada por ellos en nuestra percepción cotidiana de la vida.
Más aún. Como afirma Grof, “la conciencia transpersonal es infinita y trasciende los límites del tiempo y del espacio. Intentar aprehender las dimensiones del reino transpersonal resulta tan insondable para nuestra mente cotidiana como intentar abarcar la magnitud y la profundidad del cielo estrellado de una noche despejada. Bajo la bóveda cósmica del firmamento estrellado podemos comenzar a reconocer que los límites de ese vasto e ilimitado universo que percibimos ahí fuera no son más que los límites de nuestra propia mente. Y fuera no son más que los límites de nuestra propia mente. Y lo que acabamos de decir sobre el espacio exterior de los astrónomos es también aplicable al espacio interior del psiquismo humano”.
¿Cómo sorprenderse, en consecuencia, de que para la Psicología Transpersonal las llamadas ma-nifestaciones sobrenaturales – incluidas la experiencias místicas – no sean más que el resultado de un elevado estado modificado de conciencia que permite en un momento dado la fusión con la conciencia global, con la totalidad?
Hasta aquí la breve explicación que le prometí al lector. Analicemos ahora la posibilidad planteada anteriormente: ¿puede en realidad estar en contacto el Grupo Azltán con el inconsciente colectivo? Es decir, ¿puede estar recibiendo la información de un plano de existencia más allá del físico a través del arquetipo simbólico de un ser extraterrestre, siendo éste sólo el lenguaje que utilizaría la Conciencia Global, es decir, la Totalidad, en donde nada se halla manifestado, pero donde Todo existe potencialmente?
La respuesta es compleja. Depende de la concepción de la realidad que tenga el lector. De su concepción del universo y de su idea de Dios. Cuando hablemos de las otras posibilidades planteadas, sin duda comprenderá mejor mis palabras.
LOS ARCHIVOS AKÁSHICOS
Si bien el primero que habló en los modernos círculos esotéricos de Occidente de los llamados “archivos akáshicos” fue el ocultista austriaco Rudolf Steiner (1861-1925), fundador de la Sociedad an-troposófica, quien estructuraría ese conocimiento milenario oriental sería la también ocultista Elena Pe-trova Blavatsky – fundadora en 1875 de la Sociedad Teosófica – en su popular obra La doctrina secreta. Pero, ¿qué son los llamados archivos o registros akáshicos? Pues sencillamente, y según la filosofía orien-tal, un “lugar” que existiría fuera del espacio-tiempo, cuya ubicación exacta nadie conoce y en el que permanecerían registrados todos los acontecimientos, sensaciones y sentimientos que han tenido lugar desde el inicio del universo. Algo así como el “disco duro” del gigantesco ordenador que sería el Cosmos.
¿Y de dónde – se preguntará el lector curioso – proviene el nombre de “akáshico”? La propia H.P. Blavasky lo explicaba: “El Akasha, la luz astral, puede definirse como el Alma Universal, la matriz del Universo, el Mysterium Mágnum del cual todo cuanto existe ha nacido por separación o diferenciación. Es la causa de la existencia: llena todo el espacio infinito; es el mismo Espacio”. Es decir, el Akasha vendría a ser el éter primordial que impregna todo el Cosmos, la sustancia pregenésica de la cual habrían surgido todas las manifestaciones de la existencia, incluidos el Tiempo y el Espacio. Y sería en esa matriz primi-genia en la que se encontraría ubicado ese registro – de ahí lo de akáshico – que guardaría la memoria de todo lo que ha sucedido desde el inicio del Big-Bang, desde el mismo instante de la creación. Y, don-de, por tanto, estarían archivados en su totalidad y sin filtros interesados, con total precisión, además de los acaecidos en el resto de los planetas del universo, todos los acontecimientos de la Tierra, incluidos obviamente, cada uno de nuestros actos, pensamientos y sentimientos.
Bien. Supongamos que esos archivos akáshicos existiesen, algo que mi propio interlocutor – Gee-nom – asegura. Ello supondría que si mentalmente pudiese accederse a ellos, no podría tampoco descar-tarse que todos los contactos del Grupo Aztlán y la propia entrevista que yo he mantenido hubieran podi-do ser consecuencia de una incursión mental en ese archivo, ya que en él estarían todas las respuestas a cualquier posible pregunta. Otra cosa sería la explicación de cómo es eso realizable a voluntad y que la información se recibiese “personalizada”, es decir, que la fuente “se identificara” como alguien con “per-sonalidad” definida. (En el caso del Grupo Aztlán, un extraterrestre; en algunos, un espíritu desencarnado; en otros, una figura religiosa venerada...) ¿O no?
Claro que, para aceptar esta posibilidad, primero hay que admitir la existencia de ese archivo; segundo, que existiendo, es posible contactar con él mediante telepatía y, además, entablar un “diálogo”; y, tercero, que ese archivo es capaz de manifestar la “personalidad” adecuada en cada momento, en función de las expectativas de quien contacta con él.
LOS CAMPOS MORFOGENÉTICOS
La teoría de los campos morfogenéticos propuesta recientemente por el británico Rupert Sheldra-ke en su obra La presencia del pasado (Ed. Kairós, 1990) escandalizó tanto a la comunidad científica que la conservadora revista Nature tachó su trabajo como “ejercicio de pseudociencia”, añadiendo que “su libro no sólo debería ser quemado, sino puesto en el índice de las aberraciones intelectuales”.
¿Y quién es ese personaje que ha logrado causar tanta indignación? Pues un graduado en Biología por la Universidad de Cambridge que un buen día se marchó a vivir varios años a la India, país en el que conocería a Krishnamurti, con quien trabajaría amistad, y al monje benedictino Bede Griffits, persona que influiría decisivamente en su formación y le iniciaría en el conocimiento de la filosofía oriental.
El caso es que Sheldrake, como tantos otros científicos, empezaría recordando que la clásica dis-tinción entre materia y espíritu es inexistente. “Estamos tan acostumbrados a la dicotomía cartesiana entre espíritu y materia –explicaba ya en su prime revolucionario libro Una nueva ciencia de la vida (Ed. Kairós) – que mucha gente piensa que la materia es algo diferente de los principios que la organizan. Sin embargo, hemos de tener en cuneta que la propia materia, de acuerdo con la Física moderna, no es más que energía organizada en campos. Campos que, por tanto, no son una entidad distinta responsable de la organización de la materia, sino que constituyen su propia esencia y no cabe establecer ninguna dicotomía entre campos y materia. Existen, eso sí, diferentes niveles de organización de campos; los campos de partículas de quántum están organizados por el campo atómico; después están los campos molecula-res organizando los átomos; y los campos celulares organizando las moléculas; y los campos de tejidos organizando las células... Pero no es que haya nada inmaterial organizando las partículas: es que no exis-te la materia en el sentido tradicional.”
Sheldrake se pregunta después si realmente los genes, por sí solos, pueden decidir no sólo la forma, sino la conducta de un organismo. Y comenta cómo, por ejemplo, se pueden encontrar células idénticas – con el mismo ADN – en diferentes partes del cuerpo humano, que sin embargo se desarrollan de distinta forma y asumen distintas funciones. ¿Qué es lo que ordena a una célula –se pregunta – que el brazo tenga esa forma y la pierna o las manos las suyas? ¿Y de qué manera explicar, además, cosas como el comportamiento innato, el instinto de los animales, la migración de las aves, la habilidad natural para tragar o el hecho – en el ser humano – de caminar erecto?
Sheldrake añadiría que la concepción mecanicista del universo, que todo lo reduce a procesos químicos, tampoco explica hechos como la memoria, la herencia o el pensamiento. Y de ahí su sugerencia de que tal vez existan –y ésta es, precisamente, su revolucionaria propuesta – unos “campos” – que de-nominaría “mórficos” o “morfogenéticos” – en los que se acumularían las experiencias de los individuos de cada especie, dando lugar así a todos los sistemas naturales –sean las colonias de hormigas, los cangrejos, las orquídeas o las moléculas de insulina, por ejemplo – poseen un campo mórfico propio que sería el responsable de los comportamientos innatos de cada especie: “Una memoria colectiva – explicaría – de todas las cosas anteriores de su misma clase, sin importar lo lejos que puedan estar, ni el tiempo transcurrido desde que existieron”. Añadiendo que “cada tipo de sistema natural tiene su propia clase de campo; es decir, existe un campo de la insulina, un campo del haya, un campo de la golondrina, etc. Y tales campos confieren forma a los distintos tipos de átomos, moléculas, cristales, organismos vivos, sociedades, costumbres y hábitos mentales”.
Sheldrake establecía así una clara diferencia entre la genética y la herencia, planteando que la primera sería la responsable de la evolución fisiológica de los organismos, mientras que la segunda constituiría la “memoria”, una herencia que no se transmitiría genéticamente sino por medio de lo que denomina “resonancia mórfica”. Mecanismo que explica con varios ejemplos en sus libros: “Si una araña – dice – inventa una nueva forma de tejer la tela, inmediatamente otras arañas, en otras partes del plane-ta, comenzarán a elaborar sus telarañas de esa forma. Y no importa que esa primera araña desaparezca: su innovación en el campo mórfico de las arañas permanecerá, independientemente del tiempo y del espacio”.
Es decir, que según esta hipótesis, una innovación en el campo mórfico humano afectaría a todo el colectivo: “Si una persona – dice Sheldrake – aprende algo nuevo, como por ejemplo a cabalgar sobre las olas en una tabla de windsurf, cuantas más personas aprendan a partir de ese momento dicha activi-dad, más fácil debería ser su aprendizaje”.
En suma, Sheldrake postula que los campos morfogenéticos modelarían la forma y la conducta de los organismos vivos, igual que los campos magnéticos –aunque no se detecten a simple vista – determi-nan el patrón de las limaduras de hierro en las líneas de fuerza que rodean un imán. Campos que, como los campos gravitacionales o los electromagnéticos, por poner dos ejemplos, habrían existido – y existirán – siempre, independientemente de que haya sido o no conocidos por la comunidad científica.
Pero Sheldrake va aún más allá y afirma que si, como él postula, los campos morfogenéticos van modificándose permanentemente, en un claro ejemplo de constante evolución, las llamadas “leyes de la Naturaleza” no tendrían carácter inmutable, sino que poseerían un carácter mutable y dinámico, por lo que no cabría hablar de “leyes de la Naturaleza” sino de “hábitos de la Naturaleza”.
Dejemos constancia, por cierto, de que esta idea no es en absoluto nueva. Ya en el siglo II antes de Cristo, un sabio llamado Patányali que recopiló enseñanzas dispersas procedentes de los Upanishads y otros textos hindúes antiguos, sistematizó éstas en sus famosos Aforismos, en los que explicaba que la mente no existe como entidad, sino que consiste en una serie ininterrumpida de ondas, movimientos o vibraciones – que llamaba Vrittis – que se producen en el marco de la sustancia mental – o Chitta – dando lugar al espacio/tiempo.
Recuérdese que, hasta bien poco, existían dos concepciones clásicas de la mente: la occidental y la oriental. La primera, basada en el paradigma mecanicista, consideraba al pensamiento el sorprendente resultado inmaterial de complejas interacciones químicas y bioeléctricas sin cuyo soporte no podría existir; la segunda, por el contrario, sostiene que la mente es anterior a la materia, por lo que el cuerpo y sus funciones no serían más que una materialización de nuestros deseos de ver, caminar, oler, etc. En el primer caso, se considera que la evolución comienza por lo más denso, la materia inerte, y evoluciona hasta lo más sutil: el pensamiento y la voluntad. En Oriente, en cambio, se cree que la evolución va en sentido contrario, de lo sutil, a lo denso. Aunque, en realidad, estas dos posturas confrontadas esconden algo de mayor calado: ¿existe el universo como realidad objetiva que los seres inteligentes somos capa-ces de percibir o bien los objetivos que percibimos son una proyección de nuestra mente, que nos engaña haciéndolos aparecer como “reales”? En pureza filosófica, sólo existe lo que es percibido. Para una mente que se desactiva, el mundo entero se desvanece. El gran misterio de este universo no es la constitución de la materia, sino la naturaleza de la mente capaz de crearla, percibirla y modificarla.
Volviendo, en cualquier caso, a las explicaciones de Sheldrake, ahora comprenderá el lector el re-chazo de la comunidad científica ortodoxa. Porque la aceptación de la existencia de los campos morfogenéticos y de la resonancia mórfica, supondría no sólo que no hay leyes universales inmutables y perennes, sino incluso que existiría una especie de conexión invisible entre todos los seres vivos y, además, que todo lo que sucede – y ha sucedido – en el mundo puede influir, al no estar condicionado por el espacio ni el tiempo, sobre hechos futuros de características similares. Por cierto, que la teoría de la resonancia mórfica se apoyaría en el antiguo principio de analogía de los hermetistas e, igualmente, en la teoría jungiana de la sincronicidad, consideradas por la mayoría de los científicos conservadores como supercherías.
No debe extrañarnos, pues, que el científico Alex Conford escribiera: “Si Sheldrake hubiese dicho que la interconexión cuántica se podría extender a los macrosistemas, incluidos los sistemas biológicos, no creo que Nature hubiese sentido que su virginidad estaba en peligro”. Y es que, como bien dijo el es-critor Luis Racionero al respecto, “de la jerga con que se dicen las cosas depende a veces que el ‘esta-blishment’ científico sea más o menos tolerante”.
Ciertamente, el “error” de Sheldrake puede ser no haber omitido las implicaciones filosóficas, espirituales y religiosas de su hipótesis. Si lo hubiera hecho, tal vez no se hubiera encontrado con una reacción tan airada por parte de los fundamentalistas del viejo paradigma científico.
En cualquier caso, no dudamos de que el lector habrá encontrado significativos paralelismos entre las hipótesis del inconsciente colectivo, el archivo akáshico y la teoría del campo mórfico de Sheldrake, aunque éste se sienta incómodo ante esta comparación ya que la existencia de los dos primeros también ha sido puesta en tela de juicio por numerosos miembros actuales de la comunidad científica occidental. Y, sin embargo, todo pareciera indicar que la esencia subyacente en los tres casos fuera – básicamente – la misma. Es más: tanto el archivo akáshico como el inconsciente colectivo y los campos morfogenéticos plantean la existencia de unos invisibles – pero reales – lazos de unión universal entre todos los seres vivos.
Dicho esto, supongo que son muchos los que se preguntarán cómo encajan los campos morfoge-néticos y la resonancia mórfica en la experiencia del Grupo Aztlán. Bien. Obviamente, y en primer lugar, habría que aceptar su existencia. Y, en ese sentido, debo decir que las formulaciones de Rupert Sheldra-ke tienen suficiente soporte como para ser tenidas en cuenta y que el lector debe comprender igualmente que en tan limitado espacio no es posible desarrollar su hipótesis, ni exponer siquiera los numerosos hechos que le llevaron a plantearla, por lo que le sugiero la lectura completa de su obra.
En fin, el caso es que, si damos por asumida su existencia, el Grupo Aztlán podría, efectivamente, recibir la información conectando con el campo mórfico del ser humano – siempre en constante ampliación, no lo olvidemos –, en la medida en que éste albergaría todo el conocimiento adquirido por todos y cada uno de los miembros de la especie humana de la Tierra.
En cualquier caso, hay que decir que lo que en realidad diferenciaría a los campos morfogenéticos propugnados por Sheldrake del inconsciente colectivo o del registro akáshico es cuestión sólo de matiz. Diferencia que estriba en que mientras en el registro akáshico se encontraría almacenada toda la infor-mación del universo – de cualquier clase –, en el inconsciente colectivo y en los campos morfogenéticos se hallaría sólo la información acumulada por la especie humana. Lo que, para el caso que nos ocupa, es indiferente.
EL CAMPO UNIFICADO
La constatación en los casos de gemelos idénticos de que cada uno podría sentir el dolor sufrido por el otro de manera prácticamente instantánea, llevaría un día a los expertos en la matemática de la física cuántica a plantearse que también deberían existir partículas elementales gemelas, es decir, conec-tadas permanentemente entre sí, independientemente de la distancia que las separase. El propio Albert Einstein se lo plantearía, si bien rechazó esa posibilidad porque ello supondría que la información entre las partículas debería circular a mayor velocidad que la luz y eso implicaba romper la barrera del tiempo, lo que contradecía su Teoría de la Relatividad. Sin embargo, el físico Alain Aspect demostraría en 1982, que tal vinculación existe.
Por su parte, David Böhm, físico de la Universidad de Londres y ex colaborador íntimo de Albert Einstein, llegó posteriormente no sólo a la conclusión de que esa vinculación efectivamente existía, sino que tenía lugar entre todas las partículas elementales, que la aparente separatividad entre las mismas era una mera ilusión – como afirmaba también, por cierto, uno de los tradicionales principios herméticos – y que ese vínculo tenía lugar en un dominio subyacente, implícito, no visible. Es decir, que – usando su propia terminología –, bajo la esfera explicada de cosas y acontecimientos separados se hallaría una esfe-ra implicada de totalidad indivisible que, por otra parte, sería siempre accesible – de forma simultánea – para cada parte explicada. En otras palabras, Böhm vendría a plantear que el universo está constituido de un dominio que denomina Orden Implícito – u Orden Plegado – y que abarca la Totalidad – tanto de lo que “existe” como de lo potencialmente existente –, siendo por tanto Unidad indivisible, aespacial y atemporal. Por lo que se entendería como “orden explícito” u “orden desplegado” la manifestación en el espacio y el tiempo de aspectos parciales del mismo.
Bien. He de hacer un inciso para explicar que por aquel entonces acababa de descubrirse el holo-grama. Y, aunque es de suponer que la mayor parte de los lectores saben de qué se trata, voy a resumir-lo de manera sencilla y breve: el holograma es un sistema especial de almacenamiento óptico que, sin necesidad de lente, permite obtener la imagen tridimensional de cualquier objeto en una película. Para ello, se ilumina primero el objeto con un rayo láser; a continuación, se hace rebotar otro rayo láser sobre la luz reflejada del primer. Y entonces, el patrón de interferencia resultante queda fijado en la película que, cuando es revelada, nos muestra sólo una especie de remolino de líneas, unas iluminadas, otras oscuras. Pero si iluminamos esa película con otro rayo láser, entonces aparece la imagen tridimensional del objeto en cuestión. Ahora bien, la imagen holográfica tiene una peculiaridad muy importante. Imagi-ne, por ejemplo, que ha hecho usted el holograma de un paraguas; y que, luego, toma usted la película en la que aparece y la corta horizontalmente con unas tijeras por la mitad. ¿Sabe lo que sucede? Pues que en cada mitad aparece ¡la imagen completa del paraguas! No la parte superior de la imagen en una y la inferior en otra. No, aparece en ambas la imagen completa. Pero es más: si usted corta esos dos trozos en otros dos y los cuatro resultantes en otros tantos, y luego esos ocho en otros ocho, y así sucesiva-mente, se encontrará con que cada uno de los trozos sucesivamente, se encontrará con que cada uno de lo trozos conserva la imagen completa. Es decir, que en un holograma cada parte del mismo contiene toda la información. O, dicho de otra forma, que la parte está en el todo y el todo está en cada parte, una especie de unidad en la diversidad y diversidad en la unidad. En cualquier caso, el punto crucial que nos interesa es que “la parte tiene acceso al todo”.
¿Sorprendente, verdad? Pues no es todo, porque resulta que simplemente cambiando el ángulo de incidencia de los dos rayos láser, un pedazo de película puede grabar además distintas imágenes so-bre la misma superficie.
Pues bien, sería el conocimiento de este hecho el que llevó a David Böhm a plantearse que tal vez el universo se comporte también como un holograma. No que esté constituido de luz láser y sea un me-gaholograma, sino que se “comporta” como tal. Deduciendo, en consecuencia, que la aparente conexión hiperlumínica de las partículas elementales probablemente se deba a que exista un nivel más profundo de la Realidad al que no somos admitidos. Y que si vemos las partículas subatómicas separadas es, senci-llamente, porque no vemos el trozo de película holográfica cósmica en la que están inmersas. Sólo vería-mos la imagen ilusoria y fugaz que procede de ella.
En suma, para Böhm la realidad clásica se habría centrado en manifestaciones secundarias – el aspecto desplegado de las cosas – y no en su fuente. Siendo para él evidente que la ciencia que pretende separar el mundo en sus partes no podrá nunca descubrir las leyes básicas, primarias. Y saber de qué está hecha en última instancia la materia que conforma el Cosmos es todavía hoy un tema pendiente para la ciencia. Porque la mayoría de los físicos creen que las partículas elementales generadas en los primeros instantes del universo se componen de quarks y neutrinos, hallazgo que, lejos de explicarlo todo, ha planteado a la ciencia muchos otros interrogantes. Para empezar, ninguna de estas partículas es visible a los sentidos; los quarks están encerrados en las partículas y, cuando se extraen de ellas, sólo se consigue crear más partículas, así que no se pueden aislar; en cuanto a los neutrinos, sus características son tan impenetrables que han creado una verdadera revolución en el campo de la física cuántica: viajan a la velocidad de la luz, atraviesan la materia, la Tierra y las personas como si fueran transparentes, y en apariencia carecen de carga eléctrica y de masa.
Lo que nos retrotrae inevitablemente a los antiguos escritos en griego atribuidos a Hermes Tris-megisto, quien ya entonces afirmaba, entre otras cosas, que “el Universo es mental por que todas las cosas han nacido de esa única energía mental por adaptación y que el hombre puede llegar a conocer el Todo reflejando el mundo en su propia mente, ya que tanto el hombre como la energía primordial están hechos del mismo material: la mente”.
Lo cierto es que la idea de que la mente pudiera ser la única sustancia primordial de la que todo emana y a la que todo vuelve fue muy bien acogida y se abrazó con entusiasmo ya que ofrecía, además, un método sistemático para llegar al conocimiento del universo. Es más: con el tiempo, adelantándose quince siglos al moderno paradigma holográfico, filósofos neoplatónicos como Plotino y Proclo dijeron ya en su época que “todo ser contiene en sí mismo todo y ve todo en cada uno de los otros, de forma que todo está en todos los lugares; todo ser es todo y así sucesivamente en una irradiación infinita”.
Para Hermes, pues, la potencia creadora del Universo se manifiesta en forma de pensamientos: “El Todo ha creado el universo mentalmente de una forma análoga al proceso mediante el cual el hombre crea sus imágenes mentales”. De lo que cabría deducir que la materia no nace como algo diferente a la energía, sino que ambas son dos polos de la misma mente universal, una dualidad que podríamos ver reflejada en la dicotomía onda-partícula inherente a la luz y puesta de manifiesto por la física cuántica. Es decir, que todo “emana” de una misma fuente universal –la mente – y la diferenciación entre las cosas materiales es debida únicamente a su adaptación dentro de una jerarquía organizada. De ahí la afirmación taxativa de Eddington de que “el universo es mente”, parafraseando el principio hermético que afirma que “Todo es espíritu. El universo es una creación mental sostenida en la mente del Todo”.
Ahora bien – se dirán algunos lectores –, aun admitiendo que lo postulado por Böhm fuera cierto, es evidente que el Grupo Aztlán no podría acceder a ese orden implicado, a ese orden plegado aespacial y atemporal en el que se encontraría toda la información del universo. Luego, ¿a cuento de qué viene todo esto?
Y me temo que para responder, amigo lector, deberé hablarle primero de Karl Pribram.
EL MODELO HOLOGRÁFICO DEL CEREBRO
Al igual que hace ya décadas que los investigadores de vanguardia saben que mente y cerebro no son la misma cosa, saben también que la memoria tampoco está confinada en un lugar específico del cerebro. Así lo demostró el profesor vienés Karl Lashley en su laboratorio de Orange Park (Florida, EE.UU.), al comprobar que cualquiera que fuese la parte que se extirpase de un cerebro, era imposible eliminar totalmente la memoria, sólo su grado de definición. Es más, sus experimentos demostraron igualmente que cada porción del cerebro contenía la totalidad de la memoria. Hecho que nadie sabía cómo explicar... hasta que, años después, un discípulo suyo, el neurólogo Karl Pribram, profesor de la Uni-versidad de Stanford, al conocer los trabajos de David Böhm, se dio cuenta de que si el universo se comportaba como un holograma, tal vez el cerebro fuera un decodificador holográfico.
Y de hecho, es precisamente ese modelo holográfico del cerebro el que permite comprender me-jor cómo esa masa de materia gris es capaz de traducir la avalancha de frecuencias que recibe a través de los sentidos (frecuentemente sonoras, frecuencias luminosas, etc.) transformándolas en las percepciones del mundo concreto que nos es tan familiar. Porque la codificación y decodificación de frecuencias es precisamente lo que mejor hace un holograma. Por otra parte, los neurofisiólogos de numerosos labora-torios de todo el mundo demostraron que las estructuras cerebrales “ven, oyen, gustan, huelen y sien-ten” mediante un sofisticado análisis matemático de las frecuencias temporales y/o espaciales, es decir, que el cerebro usa el mismo lenguaje matemático para descifrar las percepciones que el empleado en la construcción de un holograma. Precisamente ello llevaría a Böhm a darse cuenta de que probablemente la Ciencia, desde Galileo, había objetivado la Naturaleza al contemplarla a través de lentes. Y a Pribram a comprender que, del mismo modo, la decodificación matemática del cerebro podría ser también una forma más cruda de “lente”. O, dicho de otra manera, que tal vez la realidad no sea lo que vemos con nuestros ojos y que, si no fuera por esa lente, probablemente lo que percibiéramos fuera un mundo organizado en campos de frecuencias en los que no existirían ni el tiempo ni el espacio, sólo los acontecimientos. Con lo que, en definitiva, apoyaba la teoría de Böhm al entender que lo que el cerebro hace realmente en cada ocasión es decodificar parte del megaholograma que constituiría el orden implicado u orden plegado propuesto por él.
Resumiendo, lo que tanto David Böhm como Karl Pribram –que hace años colaboran juntos– vie-nen a decirnos es que nuestros cerebros construyen matemáticamente la realidad “concreta” al interpretar frecuencias de otra dimensión, una esfera de realidad primaria significativa, pautada, que trasciende el espacio y el tiempo. O, metafóricamente, que el cerebro es un holograma que interpreta un universo holográfico.
Y observe el lector que, entre otras cosas, ello implicaría establecer lo llamado sobrenatural como parte de la naturaleza, dando justificación y explicación, entre otras cuestiones, a la mayoría de los llamados fenómenos paranormales, la distorsión temporal, el éxtasis místico o la experiencia de fusión con la Totalidad.
Aunque eso sí, en esa organización multidimensional de carácter holográfico del universo, el ce-rebro estaría situado en la banda de frecuencia más baja, por lo que vendría a ser algo así como el terminal de una gran computadora cósmica que sólo podría acceder a un pequeño porcentaje del programa maestro.
En definitiva, si Böhm y Pribram tienen razón, ¿qué impide que el Grupo Aztlán haya conectado mentalmente en realidad con el megaholograma universal subyacente en el orden plegado? Absoluta-mente nada.
En este nuevo paradigma hay algo claro: no es la conciencia la que está subordinada a la materia por cuanto la creencia de que no era más que un epifenómeno del cerebro está superada: antes bien, hoy pocos dudan de que es la materia la que está subordinada a la conciencia. Añadamos a ello la corrobora-ción – como decían los antiguos místicos – de que la psique humana parece estar armoniosamente imbri-cada en todo lo que existe y de que tiene un claro ámbito transpersonal – además del nivel biográfico y la esfera perinatal – y nos encontraremos con tres aspectos que recién empiezan a estudiarse: su inexpli-cable capacidad de recuerdo – que incluye la memoria vívida de hechos históricos muy anteriores a su nacimiento –, la posibilidad del ser humano de trascender las barreras espaciales –incluyendo la identificación o fusión a diferentes niveles de quienes viven la experiencia – y la capacidad de extender su con-ciencia más allá de la dimensión espaciotemporal del mundo físico.
¿Puede extrañar a alguien, ante este panorama, la búsqueda de modelos alternativos a los presupuestos básicos de la ciencia materialista y mecanicista, una vez comprobado que las experiencias transpersonales, por ejemplo, a pesar de darse en procesos de autoexploración profunda, “parecen beber di-rectamente – en palabras del ya mencionado Stanislav Grof –, sin la mediación de órganos sensoriales, de fuentes de información que se encuentran claramente fuera del alcance del individuo tal como se le define convencionalmente?
¿Puede sorprender que, desde esa óptica, desde la aceptación de que es posible mediante expe-riencias transpersonales acceder a informaciones sobre prácticamente todo a través de canales extrasen-soriales, que las barreras entre Psicología y Parapsicología desaparezcan? Stanislav Grof es rotundo a ese respecto: “La capacidad de las experiencias transpersonales para comunicar información intuitiva instan-tánea sobre cualquier aspecto del universo en el presente, el pasado y el futuro, quebranta algunos de los más básicos supuestos de la ciencia mecanicista. Estas experiencias contienen nociones tan aparente-mente absurdas como la relatividad y la arbitrariedad de todas las barreras físicas, las conexiones no locales en el universo, la comunicación a través de medios y canales desconocidos, la memoria sin un sustrato material, la no-linealidad del tiempo o la conciencia asociada a todos los organismos vivientes”. Y añade: “Todo esto implica claramente que, de un modo todavía inexplicado, cada ser humano contiene información sobre el universo entero o sobre toda la existencia, tiene en potencia acceso experiencial a todas sus partes y, en cierto sentido, es todo el tejido cósmico, en la misma medida en que es justamente una parte infinitesimal de él, una entidad biológica separada e insignificante”.
“Los fenómenos transpersonales – añade – revelan entre el individuo y el cosmos concesiones que por ahora permanecen más allá de toda comprensión. Todo lo que podemos decir es que, en algún lugar del proceso de confrontación con el nivel perinatal de la psique, aparece algo así como una extraña cinta de Moebius cualitativa, a través de la cual la autoexploración profunda del inconsciente se convierte en una aventura en el universo global.”
Ignoro si el lector habrá comprendido en profundidad la trascendencia de lo manifestado. La con-cepción de la realidad ha cambiado en los últimos años de tal manera que la mayor parte de quienes se creen autoridades en su parcela del saber sigue, sin embargo, anclada en el viejo paradigma, sumida en la ignorancia, y mostrándose además prepotente. Intentar encontrar las obras de los autores del pensamiento de vanguardia en las universidades españolas e iberoamericana es casi siempre una quimera, aun cuando algunas están traducidas al castellano. Pero el cambio de paradigma es imparable, aunque la inmensa mayoría no se esté enterando del proceso evolutivo en el que estamos todos inmersos, ignorancia a la que no son ajenos precisamente la inmensa mayoría de los medios de comunicación.
Stanislav Grof resumía con estas palabras la actual revolución: “Entre las disciplinas y conceptos que han contribuido significativamente a este cambio drástico de la visión científica del mundo está la física cuántico–relativista, la astrofísica, la cibernética, la teorías de la información y de sistemas, la teoría de Sheldrake sobre la resonancia mórfica, el estudio de Prigogine sobre las estructuras disipativas y el orden por fluctuación, la teoría de David Böhm sobre el holomovimiento, el modelo holográfico del cerebro creado por Karl Pribram y la teoría de los procesos de Arthur Young.”
Algunos de los nuevos postulados de la Ciencia los he esbozado; otros he preferido obviarlos por-que, como ya dije, sobrepasaría la intención de este libro.
Termino el capítulo. Pero no sin antes advertir al lector de que todas las hipótesis en él expuestas no son sino meros apuntes de teorías mucho más profundas y complejas, que hubieran requerido, para ser desarrolladas, un espacio muy superior al que ocupa el presente libro. Téngalo presente. Y piense también que en modo alguno son las expuestas las únicas posibilidades de explicación del fenómeno vivenciado tanto por el Grupo Aztlán como por otras numerosas personas y colectivos, aunque sí – a mi juicio – las más significativas.
CAPÍTULO 7
EPÍLOGO
Supongo que el lector, tras la lectura de los dos capítulos precedentes, estará no ya confuso, sino perplejo. Y probablemente haya considerado mi afirmación de que existen otras hipótesis no menciona-das para explicar este asunto como una metáfora, cuando no una exageración. Pero si así pensase, se equivocaría. He obviado, por ejemplo, una de las explicaciones realmente más sugerentes para los “conspiranoicos” de todo el mundo y que, sin duda, dará que hablar en el futuro: la de que detrás de todo esto no haya sino un experimento secreto de algún organismo –oficial o privado, pero con recursos y poder suficientes para desarrollarlo – que estaría utilizando sofisticados instrumentos radiónicos de transmisión mental, potentes equipos que permitieran desde algún centro de investigación sintonizar con la onda mental de una persona e intercambiar telepáticamente con ella mensajes. De forma que el receptor del mensaje recibiría en su subconsciente y, de manera mecánica e inconsciente, lo haría aflorar decodificándolo mediante la escritura automática, la inducción telepática directa o cualquier otro sistema. Claro que ello supondría poseer una tecnología que permitiera no sólo emitir telepáticamente mensajes, sino recibirlo y decodificarlos casi instantáneamente. ¿Podría ser así? Imposible para nuestro nivel de conocimiento, estará diciéndose mentalmente más de un lector. Y yo pregunto: ¿sabe usted cuántos conocimientos se nos ocultan hoy día por razones políticas, económicas o estratégicas? Se asombraría. Y no quiero seguir...
Otra posible explicación que tampoco he mencionado en el capítulo anterior y que, sin embargo, tendría altas posibilidades de aceptación por muchos de los actuales investigadores del mundo de la men-te y la conciencia, es la de que quienes se comunican con los miembros del grupo sean sus propios “yoes superiores”, es decir, la manifestación de las personalidades internas de sus espíritus al acceder a sus memorias genéticas o perpetuas. Y la razón de que no lo haya hecho es simple: entenderlo requeriría explicarle al lector las diferencias básicas entre la personalidad externa –objeto de estudio de la Psicología convencional – y la personalidad interna –que intenta delimitar la Psicología Transpersonal –, así como plasmar los conceptos básicos de ambas concepciones del ser humano; y todo ello sin olvidar las interpretaciones dadas por las religiones. Algo desde luego no tan simple y que requeriría adentrarnos en un terreno filosófico que trasciende las expectativas de este libro.
En cualquier caso, y ya que he decidido mencionarlo en este epílogo, la hipótesis propuesta –dicho de forma burda y sin los matices necesarios – sería la de que los miembros del Grupo Aztlán estarí-an en realidad accediendo a la información acumulada por sus espíritus a lo largo de las sucesivas reen-carnaciones. En suma, estarían –sin saberlo –, hablando con ellos mismos. No con sus actuales “persona-lidades”, por supuesto, sino con sus “yoes” o espíritus individualizados, con la esencia o chispa divina que en todos nosotros encarna una y otra vez para aprender en el largo proceso evolutivo. (Si usted es cris-tiano, pero no cree en la reencarnación, entonces imagine que comunican con la zona más profunda de sus almas, con esa parte divina que habita en nosotros y no se manifiesta habitualmente.)
Y sobre todo recuerde que estamos hablando de una simple hipótesis, de un nuevo intento de explicar el fenómeno sin tener que admitir que mi interlocutor es, en verdad, un ser de otro planeta.
He de decir también que hubo muchos momentos a lo largo de la entrevista en los que, por mis convicciones personales, las respuestas me resultaron muy difíciles de aceptar, hasta el punto de que algunas produjeron mi rechazo visceral. Luego, dejando transcurrir el tiempo, reflexionando y olvidándo-me de mis prejuicios (prejuicios), me di cuenta de que todo lo que se me respondía podía ser o no ver-dad, pero no había un solo elemento objetivo que me permitiera desechar las respuestas sin más. Tal me sucedió cuando se habló de temas religiosos, en especial cuando recibí contestaciones tan singulares como la de la confirmación de la virginidad de María y la concepción de Jesús mediante un láser biológico, la “personalidad” de éste como presunto espíritu de nivel 6.6 o su no resurrección “física”. Y lo mismo me pasó cuando se habló de temas éticos –sobre todo en lo que se refiere a lo comentado sobre el aborto – o de cuestiones relacionadas con los viajes espaciales o la vida extraterrestre. Claro que, tanto en lo relativo a este último extremo como en lo que se refiere al Horcóbulus, vamos a saber en no mucho tiempo la veracidad de las respuestas recibidas. Aunque no es menos cierto que, si se demostrasen auténticas, ello seguiría sin probar que la fuente de tal información procede de un ser no terrestre. Seguirían siendo válidas casi todas las hipótesis planteadas.
Estando ya el libro terminado, a falta de este epílogo que comencé en Navidad y hoy –31 de Di-ciembre de 1996 – completo, y cuya intención inicial era haber hecho aún mucho más breve, decidí planteárselo directamente a los miembros del Grupo Aztlán. Hablé con ellos y les expliqué que, al margen de cualquier otra consideración personal, si a mí esas incertidumbres me dejaban tan preocupado, lo mismo podía ocurrir con los lectores. Y que, consecuentemente, me parecía oportuno que se le volvieran a for-mular amas cuestiones a Geenom. Debo decir que no pusieron pega alguna. Y dos días después, la noche del 27 de Diciembre de 1996, con motivo de su última reunión del año, hicieron en mi nombre ambas consultas. Tales fueron las respuestas, que transcribo sin más comentarios.
El tema de la Sociedad Vril no me es posible contestarlo porque aún están debatiéndose las impli-caciones que haya podido haber por parte de alguno de los socios de la Confederación que, de forma imprudente o ingenua, dieron ciertos informes a elementos pronazis, tal vez creyendo que los ideales de hermandad y evolución del hombre terrestre iban a poder conseguirse a través de movimientos sociales como los que, sin embargo, dieron lugar posteriormente a la Segunda Guerra Mundial. Se trata, pues, de un asunto pendiente de dilucidar en la Confederación. De ahí que no pueda daros más información.
¿Qué hacemos con tu respuesta entonces? –le preguntarían los miembros del Grupo Aztlán–. ¿Se la mandamos tal cual para que la publique?
Sí.
En cuanto a mi segunda interrogante, la contestación fue la siguiente:
Vamos a ver si dejamos el tema claro: yo viviré más o menos mil doscientos años; y cuando hablo de mil doscientos años, hablo de años terrestres. Lo que ocurre es que la degeneración celular es proporcional a la que corresponde a un hombre de la Tierra que viva unos ochenta años. ¿Vale? Las dife-rencias en años detectadas por José Antonio son lógicas y excusables ya que el dato que di en la primera entrevista, o no fue bien decodificado, o yo me equivoqué. En cualquier caso, como con motivo de la pu-blicación del libro José quería actualizar el dato, afiné la emisión conceptual y creo que esta vez no hubo error.
¿ES GEENOM UN EXTRATERRESTRE?
Bien. Imagino, en cualquier caso, que se estará usted preguntando por enésima vez si la entre-vista que ha leído en la parte central de este libro le ha sido hecha o no a un extraterrestre que se identifica con el nombre de Geenom, tiene 662 años, habita en un planeta – Apu – que orbita alrededor de la estrella Alfa B, en la constelación de Centauro, y la ha respondido telepáticamente desde 4,39 años-luz de distancia. Y supongo que no sólo se la hace, sino que mentalmente me la hace a mí porque, a fin de cuentas, quien ha vivido en directo la experiencia he sido yo.
Pues bien: no puede usted imaginarse cuántas veces me he hecho esa misma pregunta. Cuántas veces he pensado si en alguna de las posibles explicaciones que he apuntado – o en cualquier otra no mencionada – estaba la respuesta definitiva a esa interrogante. Luego, con el tiempo, me di cuenta de que el proceso en sí era, al margen de la fuente, absolutamente fascinante, que estaba asistiendo como espectador de excepción a un fenómeno racionalmente inexplicable, a algo que sobrepasa nuestros ac-tuales conocimientos porque el simple hecho de aceptar cualquiera de las hipótesis apuntadas supone transgredir muchos de los axiomas convencionalmente admitidos por la comunidad científica. Porque ni está reconocida la telepatía; ni puede probarse rotundamente la existencia de la inmortalidad y, por ende, la de espíritus y, en el caso de que así fuera, que puedan comunicarse con nosotros; ni se ha demos-trado la existencia del inconsciente colectivo; ni se sabe si existen realmente los registros akáshicos; ni la teoría de los campos morfogenéticos ha dejado la existencia de un orden plegado y otro desplegado; ni sabemos con certeza si el universo en un megaholograma que podemos ni demostrar de qué está consti-tuida en último término la “materia”, en qué consiste la mente, qué es la conciencia, si el ser humano es o no el simple resultado de un complejo proceso químico aleatorio, si tenemos un alma o espíritu inmortal o qué es, sencillamente, la Realidad. Por no poder – insisto –, no podemos ni demostrar que existe Dios.
¿Qué si he hablado realmente con un extraterrestre? La verdad es que no tengo “evidencia” algu-na de ello. Pero voy a confesarles algo: de todas las hipótesis sugeridas para intentar explicar esta singu-lar experiencia, ésa es la que a más gente de mi entorno le parece la menos “fantástica”. ¿Y a usted?
JOSÉ ANTONIO
CAMPOY SANZ-ORRIO
Director de la revista MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA desde su fundación el año 1989, José Antonio Campoy Sanz-Orrio nació en León el 26 de Mayo de 1954. Licenciado en Periodismo por la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense, iniciaría su actividad profesional en la redac-ción de la 1ª Edición del Telediario de RTVE en 1976, siendo contratado en Octubre de ese mismo año como Profesor de Relaciones Internacionales –en la universidad central de Madrid desde 1976 a 1991 – y, posteriormente en el Centro Español Universitario (C.E.U.), donde también dio clase – simultáneamente – desde 1979 a 1982. Actividad docente que compartió con colaboraciones asiduas en distintos medios nacionales y extranjeros.
En 1980 se incorporó a la sección de Internacional de la Agencia EFE, primero como redactor y posteriormente como Jefe de Información, hasta que solicitó la excedencia en Junio de 1985 para pasar a la redacción del periódico ABC, donde estuvo hasta el año 1989, año de fundación de la revista MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA. Ha sido director editorial de la enciclopedia MÁS ALLÁ DE LOS OVNIs en cuatro volúme-nes (Ed. Heptada, 1992).
Presidente de la Asociación Española de Licenciados en Ciencias de la Información (AELCI) entre 1977 y 1984, así como de su sección de Periodismo de 1977 a 1981, fue miembro del Consejo Asesor del Instituto de la Comunicación Social desde su creación.
Ponente en numerosos seminarios y congresos desde hace veinte años, ha viajado profesional-mente a más de una treintena de países de Europa y América.
Ninguna persona con mediana formación y sentido común duda, en el actual estadio de conoci-miento científico, de que en la inmensidad del universo tienen que existir civilizaciones inteligentes en millones de planetas – independientemente de cuál pueda ser la morfología de sus habitantes – y de que, por consiguiente, sus niveles evolutivos serán también diferentes tanto entre sí como en relación a noso-tros, sencillamente porque unas galaxias son más “viejas” que otras. Ni tampoco que en aquellos planetas donde la evolución sea mayor que en el nuestro, sus habitantes deben haberse desarrollado más, y no sólo en el ámbito del conocimiento y de la ciencia, sino también desde el punto de vista ético y del desarrollo personal porque la evolución es siempre global. De lo que se infiere que un ser más evolucionado habrá desarrollado, consecuentemente, las facultades que en nosotros se hallan aún en estado incipiente, entre ellas la telepatía. Un método de transmisión que excluye, por lógica, el uso de esos “sofisticados medios tecnológicos de comunicación” con los que nuestros científicos pretenden comunicarse con otras posibles civilizaciones desde hace décadas. Porque, ¿qué sentido tiene hablar a través de un apara-to cuando uno puede comunicarse mentalmente con cualquiera, sin importar las distancias ya que el pen-samiento se transmitiría en el universo – si los físicos cuánticos de vanguardia tienen razón – casi instantáneamente, sin soporte físico alguno? Y si eso es así, ¿qué impide entonces que un ser más evolucionado sea capaz de sintonizar su onda mental con la de un terrestre desde su propio planeta? A mi juicio, nada.
Ahora bien, otra cosa es que ello esté sucediendo, como afirman miles de personas en todo el mundo. Y aun admitiendo que así fuera, debo decir que mi experiencia apunta a que la mayoría de quie-nes tal cosa afirman son individuos con diferentes trastornos mentales o cuya “fuente” de información es su propio subconsciente, cuando no se trata de simples casos de mediumnidad con presuntos espíritus. Lo que, sin embargo, no es óbice para reconocer que algunos casos – muy pocos, eso sí – merecen una reflexión e investigación mucho más seria y profunda. Tal es, por ejemplo – y por eso les elegí para la experiencia –, el del Grupo Aztlán en España, a quien debo la oportunidad de realizar este libro por haberme permitido entrevistar durante más de dos años al maestro “extraterrestre” que – afirman – viene contactando con ellos desde hace ya 20 años y que responde al sobrenombre de Geenom. Un extraterrestre que me ha contado tal cantidad de cosas increíbles que, sobre su veracidad, sólo usted, si se decide a leer el libro, podrá juzgar. Yo sólo puedo prometerle dos cosas: que no hay absolutamente nada inventado en esta obra y que me he limitado a transcribir sus respuestas.
José Antonio Campoy
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