Su ingreso al mundo real y concreto de la infancia fue un éxito absoluto. Lejos de lo previsto y temido por los padres, el niño sólo recibió cariño y total aceptación de sus padres.
Estos, si bien en un primer momento se sintieron impactados por las diferencias físicas con Mey, pronto superaron el momento de asombro para abordar juntos el continente de los juegos y la magia que sólo existen en la infancia.
En la casa, nada había cambiado sino una actitud más abierta de sus padres quienes, al comprobar que la inserción de Mey en el grupo de niños era positiva, no obstaculizaron ninguna actividad que favoreciese su proceso de sociabilización.
De todos modos, el maestro siguió concurriendo en su calidad de tal a la casa del niño y también como amigo personal de su familia.
Era evidente, notorio: Mey poseía una inteligencia sensiblemente superior a su edad cronológica y esto fue un terreno fértil que no podía ser despreciado de ningún modo.
Por otro lado, la vocación revelada en el niño de prepararse para su rol en la historia era un punto fuera de discusión.
Al respecto, sólo Mey era un absoluto convencido de su destino. Sus padres, íntimamente conservaban la esperanza de que “ el mundo “ terminase por atrapar a su hijo y que éste finalmente desistiese de cualquier camino que lo apartase de los normales parámetros de evolución en la vida previstos para cualquier ser humano.
Por otro lado, el maestro seguía nutriendo esa mente ávida de conocimientos con más interés en sus logros pedagógicos que énfasis puesto en la formación de un líder.
En realidad, utilizaba la firme convicción de Mey con respecto a su destino para volcar en el niño una instrucción brillante, un producto de su esmero docente, realmente impecable.
Aun así, todo esto no impidió que el contacto diario, las largas lecturas y los diálogos que mantenían al respecto, fuesen el punto de partida más sólido para que naciese entre ambos una amistad entrañable.
En esta relación de afecto fue donde el maestro comenzó a percibir con mayor claridad que su discípulo no fantaseaba con respecto al rol que debía cumplir en la historia. La afectividad de Mey era un vastísimo campo donde florecían nítidas ideas inspiradas en la solidaridad, en la justicia, y la lucha por el alto ideal de la paz del mundo.
Por momentos Mey hablaba verdaderamente como un inspirado, un elegido y se hacía difícil ver en él un interlocutor de tan corta edad.
Pero nada de esto se oponía al desarrollo paralelo del niño en relación al mundo sensible y sus juegos infantiles que se cumplían como un rito obligado y natural sea con sus compañeros y amigos, sea en el jardín de su casa donde transcurría mucho tiempo descubriendo casi lúdicamente los secretos de la naturaleza.
Cuando Mey cumplió 12 años supo que había llegado el momento de partir. Esto significaba no sólo ingresar a la experiencia para la que intelectual e íntimamente se había preparado, también el desprendimiento de sus afectos.
¿Cómo lo haría? Por otro lado no estaba seguro de poder afrontar despedidas que conllevasen ese trayecto doloroso de la separación física.
Por otro lado, era totalmente injusto irse sin decir nada, escapar furtivamente, llevar consigo la culpa de no haber abrazado a sus padres, a su maestro, a sus amigos, como señal, mínima de expresión de tanto amor recibido y compartido.
Transitar por ese puente le resultaba más difícil y costoso que pensar en las vicisitudes que debía afrontar.
Era lógico, no las conocía; pero sí podía prever el dolor de sus seres queridos, su propio dolor en el momento de la despedida.
Lo resolvió pensando que esa instancia tan dolorosa no era ni más ni menos que el primer paso de lo que consideraba su misión y no el último de una convivencia de amor.
No era una despedida sino una bienvenida (aunque mal puede esta palabra traducir tan irónicamente lo de Mey sentía en la intimidad de sus afectos).
Se despidió de todos y fue un alivio percibir la incredulidad en algunos porque de ese modo se evitaba (y le evitaban) la asunción penosa de la partida.
Posiblemente sus padres y su maestro fueron los más convencidos de que no iban a volver a ver a Mey, por lo menos por mucho tiempo.
El único derecho que se reservó fue no decir ni qué día ni a qué hora iba a partir y así un día, Mey ya no estuvo más en su casa.
Cuando llegó a una de las salidas de la ciudad, se encomendó a Dios ya que era totalmente consciente de su presencia.
A pocos instantes de comenzar su camino fuera de la ciudad, Mexclo reconoció que el mundo que comenzaba a percibir era una somera imagen de lo que había estudiado y previsto.
Entre sus libros y la realidad había tanta distancia como entre la foto de un objeto y el objeto mismo.
A partir de aquí sus experiencias se iban a realizar a través de un mundo metafórico y real contemporáneamente.
Una nueva dimensión del tiempo y el espacio reubica su posición en el mundo en el mundo que se abre a sus posibilidades de su acción.
Es muy importante que el lector comprenda que las narraciones que se sucederán a partir de este momento pertenecen a una realidad que trasciende los límites del mundo sensible para anclar en las costas de un escenario de construcción necesaria para sintetizar los hechos.
Las mismas profecías de las Tablas Sagrada de los Hopi están escritas y narradas en el lenguaje de los grandes signos que a partir de este momento ofrecen su caudal expresivo a este texto.
A partir de este momento, Mexclo y sus circunstancias, aparecen involucrados en una manifestación maravillosa de los hechos.
La realidad ofrece su versión metafórica para narrar con acierto y sin descuidar ningún detalle de las aventuradas vicisitudes que debe enfrentar el protagonista en cumplimiento de su rol como tal y como señalado por un destino.
El mundo y Mexclo, una dicotomía que comenzó a ver como precio de su existencia. El mundo, valle de lágrimas y campo de exterminio se confundían en un instante de eternidad, que sólo causaba dolor.
Aun así, todavía el mundo. El Supremo Poema exudado del Amor Inefable de Dios con sus entretejidas selvas que a modo de jaula sagrada encierran misterio y vida al mismo tiempo, preservados de la desacción humana; con sus colosos encadenados de piedra que desafían con nieves eternas al cielo; el mundo y sus desiertos abismados en el silencio y la soledad donde penetran sólo los vientos como dioses que aíslan de su Olimpo a los que no comparten su naturaleza divina.
Ese mundo esperaba a Mexclo para recibir donde hubiese hombres y mujeres, el mensaje de la inminente unión, a riesgo de la destrucción absoluta.
Por eso se interna en la selva humana, se golpea hasta sangrar con la necia roca de la incomprensión del hombre, se cae en el desierto impío del diálogo estéril.
Y aun así, entre increíbles desventuras recorre el escenario de su inmejorable actuación con la magia regeneradora que sólo ennoblece a los valientes.
El cansancio físico, el hambre, el frío o el calor no lo amedrentan, mo declina ni lo vencen porque no pone sus esfuerzos en sí sino en su fe, consciente de que es asistido por fuerzas que no le pertenecen.
Suyo solamente es el coraje de haber aceptado.
Quizá el niño aislado por sus padres por razones tan poco emparentadas como el amor que sentían por él y la vergüenza que sentían ante la gente, quedó en el jardín atrapado entre canteros y mariposas; y este Mexclo sea quizá su espíritu más genuino, su sueño más realizado o real en verdad.
No interesan ahora esas consideraciones especulativas con la realidad, vale que su historia acaba de proyectarse ante las murallas del mundo y penetrará en él mágica, inusitadamente.
Mey se acercó al hombre que yacía en duermevela, posiblemente borracho contra la pared de una casona a la vera de un camino muy cerca de aquella ciudad.
El individuo, al verlo, entreabrió los ojos y la boca con gesto de fastidio.
Su aspecto era tan desagradable como degradante, semidesnudo y sucio, estaba armado, posiblemente fuese un ex_ soldado o aún más, un ex_ convicto.
¿Qué mirás, bastardo?_ dijo al tiempo que realizó un gesto obsceno sobre su cuerpo.
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Publicado por Eduardo Duendes
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