lunes, 23 de agosto de 2010

Soy Mexclo- dijo el niño para luego agregar:

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lunes 16 de agosto de 2010

Soy Mexclo- dijo el niño para luego agregar: _¿Puedo hablar con vos? No va a llevarte mucho tiempo escucharme porque traigo un mensaje de paz y unión entre los hombres.-

_No estoy muy acostumbrado a unirme a los hombres- dijo el hombre interrumpiendo groseramente a Mey y le espetó una carcajada por la que llegó un fétido aliento a su rostro.

-Posiblemente no me expresé bien, mi mensaje de unión y de paz entre todas las razas del mundo es una consigna que recibí de Dios. Él ya nos envió a su Hijo Jesús y yo estoy aquí para recordar a todos que somos iguales, que Jesús fue la más maravillosa alternativa de salvación que tuvimos los hombres, pero hoy todos parecen haberlo olvidado. Dios, el Supremo Amor, El Supremo Hacedor nos hizo iguales y nos reclama que no nos diferenciemos nosotros por el color de la piel o por cualquier otro motivo ¿Me entendés?-

El hombre se puso de pié con dificultad, pero preso de la ira por esa versión de Mey se dispuso a contestarle.

Mexclo... pero qué ridículo. Mexclo, nombre de bastardo, raro y parecido a mezcla de basura como esa piel de serpiente de tres colores que tenés, apestoso deficiente, aborto de la naturaleza... Mexclo, vomito sobre tu nombre ¿De qué igualdad andás hablando por ahí? Yo no soy igual a nadie y nadie es igual a mí que ni se atreva. No soy un negro infame, mitad hombre y mitad mono, paridos como excremento, ni un asqueroso amarillo que se reproducen como conejos y se meten en todos lados como las moscas, sucios, molestos, repulsivos amarillos; ni tengo esa piel blanca de los lechosos, insultos y mil veces afeminados arios, esa peste increíblemente soberbia y estúpidamente vanidosa. ¿De qué igualdad hablás, a quién le interesa realmente ser igual a otro? Me da asco lo que decís y toda esa historia nefasta de la salvación. No hay salvación, todos estamos por la supervivencia es este infierno, profeta de la nada, payaso.-

Mey permaneció absorto. En su largo peregrinar se había encontrado con muchos individuos necios y hasta violentos, pero de ese modo tan hostil e irredento, no recordaba a nadie.

Ese hombre era la encarnación del desquicio humano, del autodesprecio inconsciente, ya que él mismo pertenecía a una raza a la que ni siquiera rescataba como algo propio. De todos modos, no demostró nada de lo que sentía y mucho menos miedo. Era en eso casos en los que más se sentía asistido por sus convicciones de tal modo, que sus ojos que habían permanecido cerrados durante la diatriba de su iracundo interlocutor, comenzaron a abrirse para mostrar una fulgurante luz azul.

Y ahora, fuera de acá si no querés pasarla peor, que no cargaría con ninguna culpa si te destrozo- agregó el hombre violentamente. En ese momento, una diadema de luces cubrió el cuerpo de Mey quien no dejó de mirar a los ojos al individuo.

Este, presa de unos movimientos arrolladores, cayó de rodillas ante el niño. Su rostro había cambiado totalmente y refulgía de paz y consternación al mismo tiempo. Apenas si podía hablar, pero dijo:

_Bendito seas si traes un mensaje de Paz entre los hombres que desconocemos el amor. Bendito seas, Príncipe del Amor.-

Mexclo, tomándolo de las manos, lo puso de pié para hablarle.

_No estés de rodillas ante mí, no lo hagas, porque no es eso lo que vengo a buscar de vos, sino que abras tu mente y tu corazón para que comprendas estas palabras que voy a decirte y que ya fueron dichas hace muchos siglos

“Amensen los unos a los otros. Sé el hermano del hombre. Ama a los niños; porque vos mismo llevás un niño en tu interior. No permitas que muera nunca nadie; ni te destruyan; ese niño interior; no te destruyas con guerras y odios”

Luego agregó: -No olvides estas palabras, y ahora anda entre tu gente y transmitilas. Que Dios te acompañe y te bendiga siempre.- Dicho esto, Mey se marchó casi corriendo y en instantes, su figura se perdió en el paisaje.

Así como se fue Mey. El hombre dejó aquel lugar y se dirigió a la ciudad. A su paso convocaba a quienes podía para que fueran a escuchar de él un mensaje sobre la paz al Centro Cívico.

Su ímpetu y fuerza contagiaban a todos porque íntimamente estaban deseosos, hambrientos de noticias que pudieran aliviar su condición de vida. Cuando llegaron al lugar, todos centraron su atención en el orador. El silencio y la ansiedad por escuchar lo que iba a decir sobre la Paz se debatían el primer puesto hasta que se escucharon sus palabras.

El hombre elevó su mirada al cielo como queriendo encontrar el mejor modo de hablar para que su mensaje no sólo fuese claro y veraz sino sobre todo convincente y movilizador. Sin proponérselo en un momento determinado, se puso a hablar del mismo modo en que Mey lo había hecho. Su voz resonaba como un trueno, pero al mismo tiempo penetraba en los demás despertando una emoción que se enraizaba en los fueros más profundos de su condición humana.

Cuando mencionó que todos debían preservar el niño que llevaban consigo, hasta se vieron rostros de hombres rudos, rústicos, que se deshacían en nostalgia, compungidos, para renacer esperanzados en la posibilidad de operar desde ellos mismos un cambio en beneficio propio y de todos.

Viejos, jóvenes y niños comenzaron a vibrar con una íntima emoción mientras escuchaban a su orador. Finalmente, llegó el momento de desconcentrarse para retomar la vida, pero con una óptica y una operatoria diferentes. En las mentes y los oídos de esa gente habían quedado grabadas a fuego las palabras que escucharon, tanto como para volver sus pasos hacia un mundo que fuese el lugar y el momento de encuentro con la felicidad. Entre esas palabras milagrosas, el hombre había dicho muchas veces Mexclo, nombre que tampoco ninguno olvidaría en ese lugar.

Por su parte, el niño estaba a las puertas de otra gran proeza.

Ya había llegado “al país de los hombres de hierro “ conocidos por su violencia y su impunidad increíbles. Su centro principal, su capital, era una ciudad amurallada y protegida por fabulosas bases misilísticas capaces de destruir la cuarta parte del planeta y de modificar, en consecuencia, las condiciones y leyes de la vida natural y la de otros planetas también.

Ante la mole, Mey pudo recordar estremecido la Plaza Libertad y pensar cuán lejos estaba no sólo en el espacio sino también en el significado que tenía como hito de la comprensión y la unión entre todos los seres de la tierra. Su corazón de niño resurgió como queriendo embanderar una obstinada rebeldía contra ese santuario de la muerte y la depravación. Los hombres de hierro se parecían mucho más a seres infernales que a seres humanos, pero eran humanos, atrozmente equivocados y envilecidos por sus crímenes y bajezas. Habían sepultado a carcajadas la idea de un Dios del Amor y misericordioso para entregarse a la violencia, al desenfreno absoluto y descarnado.

Mexclo estaba en las Sodoma y Gomorra de su presente.

El poco contacto que había tenido con los habitantes de esta ciudad lo había destrozado íntimamente en sólo pensar en cuánto habían sufrido algunas víctimas y en cuanta crueldad puede generar el hombre enceguecido de ira y de lujuria abominables.

Las narraciones entremezclaban horribles episodios de explosiones infernales de armas atómicas con mujeres y niños tomados como rehenes y sacrificados como represalia previo a ser violados sin excepción. También había miles de alumnos que habían sido destruidos por armas químicas en las escuelas y experimentos genéticos con mujeres y niños.

Algunas mujeres eran obligadas a mantener relaciones sexuales con animales para obtener monstruos y millares de niños después de ser abusados sexualmente, habían sido vendidos como esclavos en públicas subastas.

Los rehenes eran el sanguinario producto de una guerra en la que se contendía la posesión de la montaña Bess, rica en uranio y oro. Es decir, que su dios, el precio de sus vidas, era ni más ni menos que una simple montaña a la que se le inmolaban víctimas sin poder arrancar de ella un solo atisbo de piedad. A ese coloso de piedra coronado de oro y uranio, se le ofrendaban ríos de sangre y mares de lágrimas, pero era una bestia insaciable que había transmigrado su espíritu diabólico destruyéndolo en las almas que se le sometían por miedo y codicia.

Los intentos de Mey de entablar un diálogo con esta gente se veían no sólo frustrados por el envilecimiento de sus mentes sino también por la imposibilidad de sostener un discurso normal entre estruendos y horrores que deambulan.

Cuanto supo le fue referido por un soldado que encontró en un refugio, quien en un rapto de inusitada humanidad, lo exhortó a que se fuese.

No apenas sintió el pedido, Mey abandonó el refugio, pero lejos de desistir con respecto a su permanencia, se impuso la tarea de reconvertir la espantosa situación. Antes de salir, se volvió al soldado para decirle:

-Me voy, pero para que nos veamos de nuevo en poco tiempo -dicho esto, esquivando horrores, llegó a los pies de la montaña Bess.

Ya en la cima, no recordó su ascenso, tales eran las fuerzas que habían impulsado cada paso suyo. Había caminado por las faldas mismas de esa deidad indiferente e inconsciente a lo que otros habían visto en ella. Mey no temió, en trances como esos, sólo obedecía a un imperativo, su mensaje.

Sus brazos se abrieron más en cruz que en alabanza cuando, llegado a la cima, se postró para suplicar:

. “Señor, Padre y Dios Nuestro, el que Es, antes y después de todos los tiempos, Eterno, Santo y Misericordioso; Dios del Amor Inefable y de la Piedad Infinita, Hacedor de todo lo visible y lo invisible, Rey del Universo y Causa y Fin último de lo Creado y por crearse; escucha mi súplica, mira este dolor que me traspasa cuando veo a mis hermanos sepultarse con sus
propias condenas, recoge mis lágrimas, Señor Nuestro y lee en ellas mi causa y mi aflicción. Muéstrame tu Justicias.-“

Mey cayó desplomado al suelo, exhausto, había puesto hasta su última fuerza en el ruego, había dejado el último aliento en su voz. Así permaneció un tiempo que no pudo ni podría calcular. El silencio se apoderó del lugar de un modo tan absoluto que, aún estando con los ojos abiertos, Mey pensó que había muerto. Pero pronto el rugir de olas le repuso la consciencia de la propia vida. Levantó el rostro y vio que las aguas habían arrasado todo sumergiendo lo que antes había sido la infernal ciudad de los hombres de hierro. Entonces hombres, máquinas, armas, yacían en el fondo de las aguas.

La justicia por que había clamado se había hecho presente con su poder absoluto.

Mexclo observó atentamente lo que había quedado de aquel imperio del mal y sólo la montaña permanecía rodeada de aguas que circulaba con los vestigios de la ciudad. Sólo algunas rocas diseminadas en el mar permanecían incólumes y a una de ellas se propuso llegar, por lo que descendió de la montaña no sin sentir pena por tanto seres que habían perecido al tener destruido el corazón de iniquidades. A los pies de la montaña, se dispuso a llegar a una de las rocas nadando y lo logró. Ya en ella sintió que algo provenía de una de las cuevas que había.

Eran indudables sonidos que se producían en el interior.

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Publicado por Eduardo Duendes

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