lunes, 23 de agosto de 2010

Vivía rodeado por un mundo que tenía vedado.

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Vivía rodeado por un mundo que tenía vedado. Por debajo se abría generoso, colorido, fas-cinante en sus formas, el jardín de la casa, pero era como otro cielo, no lo conoció en sus pri-meros años ya que no se le permitía bajar.

Su mirada se extendía ansiosa y ávida sobre el orbe verde con matices de todos los colores, flores, árboles, estanques poblaban ese mundo prohibido que se desplegaba a sus pies sin que llegara a tocarlo. Sólo cuando Mey cumplió siete años, sus padres le permitieron bajar por primera vez al jardín.

Para el niño fue como dar sus pasos por un mundo nuevo.

Aún más, por un mundo que era doblemente ansiado porque no sólo tenía conciencia plena de su existencia sino que conocía – distancias de por medio- hasta sus mínimos detalles.

Posiblemente, y por primera vez, sintió el golpe de la emoción más fuerte desde que era consciente de la vida. Al contacto con aquellas formas de vida redimensionó, quizá exagera-damente, su asombro. Los árboles y la hierba, las flores y los insectos con la majestad de su sencillez se ubicaban ostensiblemente en un mundo propio, donde su sola presencia era vital y soberana.

Todo eso era extraño y deslumbrante para un niño cuya existencia llevaba las marcas de una ignominia injusta, de una vergüenza inmerecida y de la que nadie había podido redimirlo sino que por el contrario, los que decían amarlo, se lo habían hecho sentir apartándolo del mundo.

El estanque con los peces se le apareció como una constelación acuática que él podía regir a partir de las migajas de pan que arrojaba al agua y el vuelo de pájaros y mariposas lo embe-lesaron de modo tal por su cercanía a ese mundo que hasta pudo pensar que también ellos, como las flores y las plantas pertenecían de modo estable al jardín.

Su primera libertad conquistada sin oposición fue descalzarse, tomar contacto con esa al-fombra cosquillante y fresca del césped. Luego, desde las palmas de las manos, descubrió la piel rugosa de los jacarandáes y lejos de sentir algún rechazo por su aspereza, probó una sen-sación placentera en contacto con los troncos que se levantaban como torreones y guardianes de esa plenitud de vida.

Aún cuando simples, sus conclusiones fueron inteligentes al desembocar unívocamente en la perfección de una mente suprema en belleza y potencia para crear todo eso.

Mey sintió por primera vez el Amor en medio de su jardín, aquella mañana cuando con ya siete años pudo tocar con sus manos la realidad de esa belleza. Pero no fue consciente de que otra realidad se filtraba por su ser silenciosamente, era la pasión por la vida que de un modo muy extraño y singular lo había signado desde su nacimiento. Esa pasión que permanece más allá del deslumbramiento y que lejos de debilitarse, es una llama atizada por el viento, un alud que arrasa y en minutos cambia la fisonomía y la situación de un paisaje que por mucho tiempo había permanecido inalterable.

Cuando desde la casa su madre se asomó para llamarlo, Mey sintió que un sueño muy pro-fundo lo dominaba y no opuso resistencia al regreso. Debía dormir y reponer fuerzas. Debía entregar al sueño el producto de sus emociones y vivirlas de nuevo, mágica y libremente.

Desde la profundidad del sueño, un anciano comenzó a hablar a Mey. Su presencia colmaba la atmósfera onírica de una paz muy especial y la voz fluía clara, firme en sus inflexiones.
-Mexclo, no temas tus propósitos, vas a triunfar porque sos muy bueno y Dios te acompaña especialmente, está junto a vos. Por eso, no temas y seguí siempre adelante.-

Una luz nívea envolvió todo el recinto y sus destellos comenzaron a cubrirlo con reflejos de todos los colores, como si un inusitado arco iris se cerniese en el lugar a través del cual un coro de ángeles dorados, empezó a corporizarse embebidos de luz fulgurante. De entre ellos, surgió una voz que se preanunció con destellos policromos hasta convertir la habitación en una caja de luces vivas y mutables, entonces la voz dijo:

-Viniste a la tierra para traer la unidad entre las razas.

Muchos crímenes se cometen por las diferencias aparentes entre los hombres porque no se toma en cuenta el alma. Tu misión no es simple Mexclo- prosiguió la voz -: por vos, los hom-bres deberán comprender el verdadero significado de la Unidad entre los pueblos y esto ya fue revelado a otros hombres y escrito en viejas tablas. Quienes no acaten este mensaje, serán destruidos.

Sus propias mentes serán los mecanismos de autodestrucción y sus almas serán muy débiles para salvarse ese último día. No lo olvides Mexclo, esta es tu misión en la tierra.-

Dicho esto, las luces comenzaron a reabsorberse y en ella los ángeles se plegaron como si fuesen cuerpos de contextura sólo luminosa.

El niño despertó sobresaltado y corriendo hacia la ventana, vio que unas luces se fundían en la noche hasta apagarse totalmente.

Sólo atinó a decir, aún muy confundido:

-Entonces, no fue un sueño.-

Su estado de excitación y temor a lo desconocido no lo privó de experimentar una profunda alegría que venía de su ser más íntimo. Podía recordar perfectamente el sueño del que ya en ese momento dudaba que hubiese sido tal, sino más bien un episodio real aunque extraño, sobrenatural, extraordinario totalmente.

También sintió que debía agradecer la experiencia.

Seguramente nadie o muy pocos, habrán sido los elegidos para vivir de ese modo tan intenso y hermoso la comunicación de un mensaje. De todos modos, se habrían ante él la necesidad y la obligación de transmitir la advertencia y, a juzgar por las posibilidades que le brindaban su edad y condición de niño, carecía en el momento de una idea que pudiese desarrollar en la acción ¿Cómo llevar ese mensaje a todos los hombres? ¿Por qué él? En Oraibi, seis siglos atrás, el hermoso indio Hopi se había preguntado lo mismo con la Tabla entregada por su padre, cuando además, entregó su vida al ocaso sobre el monte.

Quizá el tiempo no había transcurrido y Mexclo fuera la reiteración de una nueva posibilidad de salvación que Dios no se cansaba de exigir en su exhortación sustancial. Mexclo llevaba ahora grabado en su alma el mismo mensaje que Mynongva en las Tablas de las Profecías Hopi con la diferencia que de él se pretendía una misión activa, de algún modo revolucionaria y esa necesidad de comunicar el espíritu de la advertencia recibida, me encontró en aquella fría noche de invierno de 1979, cuando estaba en Pérez, con mi familia, cuidando una casa.

El padre de Mey, se decidió a hablar con el docente que a diario concurría a su casa para la educación del niño.

Las particularidades que caracterizaban a Mey como “un chico diferente” , habían inducido a sus padres, dentro del plan general de aislamiento impuesto, a procurarle una cuidada instruc-ción con un docente privado y domiciliario al que, con el correr del tiempo y dada la evolución intelectual prevista, se le habrían sumado otros profesores.

De algún modo (de todos modos) Mexclo era la metáfora más acabada de la segregación, pero irónicamente impuesta por quienes estaban convencidos de actuar así por amor. Pero se trataba de un amor en exceso autoritario que despóticamente aislaba al niño del mundo al que –como todos- pertenecía.

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Publicado por Eduardo Duendes

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