martes, 6 de octubre de 2009

APRENDER A AMAR, UN MILAGRO CUÁNTICO

De Emilio

emigalla2000@yahoo.com.ar

¿Otro cuento más? No, esta vez no es un cuento más, corresponde a la exacta realidad. Con todos los matices que suele contener el resplandor enceguecedor de la realidad, cuya cromaticidad dependerá de los recónditos misterios albergados en la mente y en el alma de quien la viva. Realidad que no lo es, porque da vida a un presente, que no existe... porque nada existe sólo por sí mismo en la vida.

Las personas estamos acostumbradas a dividir los hechos acontecidos entre dos grandes grupos: tristes o felices. Pareciera que si no pertenecieran a ninguna de estas categorías, no merecen ser recordados. Es más, generalmente recordamos con mayor intensidad los hechos que nos marcaron por dolor, que los momentos felices.

Son pocas las personas que se preocupan por entender la relación que posee la Física Cuántica con nuestras experiencias de vida. Pocos son los que comprenden que nuestra vida, en realidad, es un sueño. Un sueño registrado por un ente consciente que aún no se sabe bien en qué parte del ser humano se encuentra. Alguien podría preguntarse... ¿Esa no es acaso la memoria? ¿Acaso la memoria no reside en el cerebro? Las plantas poseen memoria y sin embargo, no poseen un cerebro, yo les contestaría. Una simple semilla posee memoria molecular que le indica cómo ha de crecer hasta convertirse en planta. ¿Y adonde tiene su cerebro?...

¿Y quién es entonces... la memoria? Da para muchos cuentos que no son cuentos, y reflexiones que tal vez para encontrar una respuesta, deban volverse un tanto irreflexivas. Tomemos, por ejemplo, un elemento común, una constante en la vida del ser humano: el dolor.

Las experiencias dolorosas en la vida pueden ser asimiladas de dos únicas maneras: como traumas o como aprendizajes... como angustias recurrentes o como la maravillosa alegría de comprender que, a pesar de haber pasado por ello, hoy aún uno puede estar vivo... y más adulto.

Como una carga inconsciente que nos amenaza permanentemente... o como un sentido de libertad al saber que de una manera u otra, fue una experiencia superada que nos mostró que de un modo u otro, vamos a sobrevivir... teniendo en cuenta que “depende de cómo se vivan las circunstancias” dijo mi amiga mariposita de Huarenchenque.

“Pase y tome asiento, Emilio, tengo que hablar con Ud.” dijo ella, parcamente.

Obedecí, intrigado y expectante. Era un 12 de Octubre, que año tras año recuerdo tal cual lo experimenté, como la experiencia más impactante de mi vida.

¿Dolorosa o feliz? Ese día, muy dolorosa, hoy en día, muy feliz.

Ese día nació mi hija Julieta, para mi gran felicidad. Y para mi gran dolor.

Sí. Una experiencia que me ofreció mucho dolor, pero también, mucha esperanza y felicidad. Ese día pude sentir la gracia de ser padre pero también el estupor, la confusión y el shock que supongo que debe sentir una persona en el instante en que le disparan un tiro en la cabeza. Creo que hasta alcancé a oír el estampido...

“Tenemos fuertes sospechas de que su nena tiene Síndrome de Down” sentenció la doctora.

Me tomé fuertemente de la silla porque de pronto el consultorio pareció comenzar a girar como una calesita, pero sin la alegría y la música que la suelen acompañar. Me bajó la presión y casi me voy al piso. Inesperado e impactante... el tiro en la cabeza. Apenas alcancé a articular:

“¿Qué es eso, doctora?” No entendía. Pero no porque no estaba comprendiendo, sino porque me resistía a entender. Estaba tratando de asimilar ese shock que me parecía sentir como que me destrozaba el cerebro y a la vez, el corazón.

“Mongolismo... ¿me entiende?” dijo la pediatra. Cuántas veces uno no quiere escuchar, desesperadamente no quiere entender, sólo quiere despertar de esa pesadilla y sin embargo, no puede. Eso se vuelve insoportable; es el primer estadio de la crisis. Y la doctora continuó diciendo...

“Además, va a tener que permanecer en la incubadora porque tiene problemas respiratorios y posiblemente, un soplo en el corazón. Es normal en estos chicos... y también que no tengan larga vida”... y tantas otras explicaciones que no alcancé a escuchar, porque mi mente y mi corazón ya se habían proyectado hacia una cajita de vidrio a pocos metros de allí.

“No importa, doctora, yo la voy a querer igual...” dije, atontado por el impacto, sin poder todavía reaccionar...

A veces llego a dudar de que el presente exista diferenciado del pasado y del futuro. Tal vez, coexistan. El futuro a veces se anticipa, se vuelve presente. Al igual que el pasado, que tantas veces se vive como presente.

La conciencia parece trabajar con ambas perspectivas alternativamente. Hecho que investigan hoy los científicos, intentando ir hacia delante en comprender la mente humana, en un camino que inevitablemente los llevará hacia atrás... hasta que sea comprendido que la Física no puede ser separada de la Metafísica. Cuatro mil años atrás, decía Hermes Trimegisto: “El universo es mental”. ¿Sólo mental...?

Pocos meses antes, una mañana de otoño, me encontraba trabajando solo, en silencio, preparando una clase para mis alumnos. De pronto sentí una presencia a mi lado, como si alguien con mucha angustia estuviera acompañándome.

Me di vuelta y no supe porqué, pero dije en voz alta...

“No importa, hija, todo va a salir bien”. Y luego me quedé pensando; ¿Cómo? ¿Hija...? ¿Qué todo va a salir bien? ¿Es que entonces, algo está amenazando que va a salir mal?

Me preocupé tanto que hablé con Ana, mi esposa, en ese entonces, sobre reiterar una ecografía para constatar si todo estaba correcto en el embarazo. Así se hizo, todo bien, por lo que nos quedamos tranquilos.

Ella siempre se emocionaba cuando veía a un chiquito oriental. Decía que los chinitos le encantaban, no sabía porqué. Yo tampoco, porque la estupidez general en la familia siempre nos decía que éramos una pareja linda e inteligente, y seguramente, nos lo creímos. Y por lo tanto, seguramente... íbamos a tener a una hija linda e inteligente. Y por eso, seguramente... la íbamos a querer mucho.

Tuvimos que llamar al médico que trataba a Ana, para que nos ayudara a comunicarle “la noticia” a la madre. Fuimos, el médico y yo, la ayudamos a levantarse de la cama, y nos acercamos a la incubadora.

Adentro, tras varios paneles de vidrio, había una albondiguita enrojecida, con tubos aplicados a su cuerpo. Ana la miró unos instantes, segundos que me parecieron siglos, y sencillamente dijo unas pocas palabras que jamás voy a olvidar:

“Ah, no... esa nena no es normal, yo no la quiero...”

Y se dio media vuelta y tuvimos que acompañarla de vuelta a la cama del sanatorio. Mi cuerpo la acompañó. Mi mente y mi corazón se quedaron frente a la cajita de cristal. Y allí permanecieron, durante casi 20 días, hasta que pudimos trasladarla a casa.

Estaba ensimismado y angustiado porque sentía que necesitaba tenerla en brazos, cuando se me paró al lado una viejita. En silencio. De pronto me miró, y me dijo: “¿Es una nena?”. Sí, apenas pude contestarle. “Qué linda... ya nunca va a estar solo” dijo, y se fue.

¿Una viejita? ¿Un Ángel? ¿Un fantasma creado por mi mente afiebrada... o por mi corazón destrozado? No lo sé.

El hecho era concreto en sí mismo: el nacimiento de Julieta. ¿Era un hecho feliz? ¿Era un hecho triste, doloroso? ¿Era para alegrarse o para ponerse a llorar? ¿Era para angustiarse pensando si mañana seguiría viva... o para alegrarse de que aún hoy estaba viva? Enorme disyuntiva y confusión para la conciencia, donde queda registrada la memoria...

Lo primero que se plantea el padre o la madre de un hijo Down es “¿Por qué? ¿Qué hice para merecer esto? ¿Qué culpa tiene ese bebé de nacer de esta manera?”. Se asocia también a un sentimiento de propia culpa, porque así hemos sido educados en la sociedad, desde Adán y Eva. Yo también me planteé lo mismo.

Desesperado, dolorido, atormentado... me pregunté: “¿Porqué a mí?”. Y esa voz, silenciosa pero contundente, que pocas veces me habla pero cuando lo hace, es inapelable, etérea pero inexcusablemente reconocible, me contestó de inmediato: “¿Y por qué no a vos?”.

Esa re-pregunta me trajo paz, aunque no pude entender bien, sino muchos años más tarde. Es la voz de mi silencio interior, la que todo lo sabe, la que todos tenemos pero pocos sabemos disponernos a escuchar. Y a obedecer. Y a confiar en ella. La voz de la Conciencia Interna, como se la llama en el sentido místico.

En casa, Ana no quería que le acercáramos a su hija, se horrorizaba, se daba vuelta en la cama y se tapaba con la frazada. Julia, mi suegra, y yo, nos encargábamos de Julieta.

La mariposa dijo, en un cuento anterior... “depende de cómo vivimos las circunstancias”. Gracias, mariposita. Gracias a quien tuvo por primera vez ese pensamiento, esa óptica genial.

Gracias a la vida, que me enseñó a amar. Gracias a Ana, mi esposa en ese entonces, que no podía amar, pero que pudo aprender. Gracias a mi hija, que nada tenía de linda e inteligente.

Gracias. Por permitirme el honor de ser un padre de un chico Down. Pocos lo resisten sin traumatizarse. ¿No fue doblemente un honor el ser elegido, porque hay que tener mucho amor, mucho sentido de compasión y sensibilidad, para eso?

En ese momento no supe si lo tenía, pero rápidamente tuve que aprender, porque tuve que ser también madre, porque su madre cedió su lugar, por fortuna para mí. No es una experiencia para cualquiera, entiendo. Es una experiencia especial tener a un hijo “especial” como hoy se los llama, que forma “padres especiales”.

Años después, ante mi pregunta, mis Guías dijeron... “Porque ella necesitaba ser recibida por el amor incondicional”.

La Carta Natal de Julieta expresa que es alguien especial. Ni mejor, ni peor, sino especial, distinta. Su primera mamadera, su primer pañal en casa, su primer baño... fue mi privilegio, porque de mí lo tuvo.

Asistido por Julia, mi suegra (que hasta el día de hoy nos comunicamos y somos amigos) tuve afortunadamente que aprender a criar a una bebé. Como lo haría una madre primeriza.

Toda una vivencia especial, el sentirme conjuntamente padre/madre, el saber que todo dependía de mí, aunque desangrado por dentro, porque todo padre sueña un futuro para sus hijos, y además lo sueña en la esperanza de poder compartirlo con su mujer.

El tener su propia familia, su propio hogar, consolidado por los hijos. Pero más tarde comprendí que los grandes dramas de mi vida, habré de vivirlos solo. Es mi aprendizaje sobre la libertad. Mi carta natal lo expresa claramente. Es mi Plan de vida, en esta vida.

Pero no hubo tiempo entonces para esas reflexiones, había que sacar adelante a Julieta, llevarla a los controles, a la terapia del Hospital de Niños, asistirla cuando se ahogaba, atenderla día y noche. De noche, yo saltaba de la cama cuando escuchaba que su respiración se agitaba o cuando tosía y no podía dormirse.

Pero también vivía el terror de verla dormida porque temía acercarme a comprobar si permanecía viva. Desde el principio me cambié a la otra pieza, junto a su cuna, y ambos dormíamos tomados de la mano. Su pequeña manito en la mía, me hacía sentirme el ser más feliz del mundo. Ella reemplazaba el amor perdido, porque yo ya no iba a poder volver a acercarme a Ana, mi “ex” a partir de ese nacimiento.

¿El egoísmo de Ana? ¿El miedo de Ana a asumir su responsabilidad? ¿Su falta de amor? O tal vez, ¿sólo el espejo de mi egoísmo, mi miedo, mi falta de amor? Pobre Ana, ella también perdió a su pareja, además de a su hija.

No me di cuenta entonces que seguramente ella también necesitaba comprensión y compañía, en lugar de abandono. Mi dolor por mi hija no me dejó entender que su madre también estaba sufriendo.

Que si yo hubiera entendido en verdad, en ese momento, lo que es el amor, tal vez sí hubiéramos tenido a partir de esa ocasión, la oportunidad de ser tres. Debí haber sentido compasión, pero sólo sentí rechazo, y justamente hice con ella lo que ella hizo con nuestra hija. Despreciarla.

Tuve amor para con mi hija, pero no lo tuve para con mi mujer. “El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra...”. Para mí, doble pérdida, o tal vez doble ganancia por la experiencia, depende de cómo vivimos las circunstancias, decía la mariposa.

Sé que algunos pensaban... “Pobre Emilio...” cuando me veían llevando en brazos a Julieta. Sí, pobre Emilio, pobre porque no podía ver más allá de la punta de mi nariz, y encima, en blanco y negro. Pero muy rico en la experiencia de aprender a amar por amor. Gracias a Julieta. Gracias a Ana. Gracias a la vida por despertarme...

Cinco años de tratamiento con remedios psiquiátricos fueron los que compartí acompañándola a Ana por su depresión instalada, al consultorio, antes de nacer Julieta, los que posiblemente contribuyeron por desgracia (o por suerte), a estos hechos, o no. Hoy pienso que no tuvieron nada que ver. No tiene mayor importancia, en realidad. Años después, llevado por la desesperación por entender, comprendí que por los mecanismos de la vida, los tres habíamos pactado ese encuentro/desencuentro.

En mi Carta Natal se puede entrever ese nacimiento y los hechos circundantes. En mi plan de vida yo debía llegar a tener una esposa así, y un hijo así, exactamente así... pero en ese momento no lo sabía, porque recién luego del nacimiento, me decidí a estudiar Astrología Kármica, para poder entender, para no volverme loco.

El pasado lo determinó. El futuro que aún no llegaba, también lo determinó. Sí, el tiempo evidentemente es un fantasma. Sólo una herramienta cuántica de nuestra limitada conciencia, que cree vivir en el presente. Miles de posibilidades existentes, de las que sólo puede tener conciencia de a una por vez. Conciencia pobre... ¿O pobre conciencia?

Yo había querido tener un hijo para ver si Ana, al menos reaccionaba ante el amor de madre, ya que como esposa se mostraba distante y con frialdad, alejándose de mí y rechazándome cuando yo me acercaba a hacerle un mimo. Me fijé una meta, hacer que esa mujer sintiera el verdadero amor.

Lo pensé y lo sentí así, por amor. Si no era hacia mí, entonces, que al menos lo sintiera despertar por su hija. Pero me equivoqué. Aunque la vida luego me mostró que estaba equivocado cuando pensaba que me había equivocado.

Al tiempo, Ana comenzó a aceptar la presencia de Julieta. El soplo al corazón se fue cerrando en Julieta, y la barrera en el corazón se fue levantando en Ana. Y un día, por fin, mis ojos se llenaron de lágrimas al ver que la tomó en sus brazos. Estaba naciendo tímidamente, el amor. Y otro día hasta se animó a darle la mamadera. La maravilla del pimpollo que se abre para hacerse flor. Y más adelante, a bañarla.

Comenzó a sentirse madre. Y a sentir el amor de madre. Tanto, que en un momento de celos, intentó arrebatármela de mis brazos, y por el bien de la criatura, la cedí. Ana se fue posesionando de tal modo de Julieta que tuve que retirarme de mis funciones de madre sustituta.

No lo pudimos compartir, para desgracia de los tres. Con dolor, porque tuve que ceder mi lugar. Con alegría, porque fui viendo que Julieta recuperaba a su madre. Pero Julieta primero tuvo que sentir la ausencia de la madre, y luego, la ausencia del padre. Sólo el desconcierto que nos ofrece el intrincado laberinto del karma.

Pero allí comprendí que con esta situación irreconciliable, le había cedido a la vida, una esposa, y ahora le terminaba de ceder a una hija. Y por supuesto, también le había tenido que ceder el hogar que nunca fue.

Tuve que comprender, tener mucha comprensión, aunque no sabía que en ese momento no estaba comprendiendo nada. Pérdida tras pérdida, aprendizaje tras aprendizaje; aprender a amar sin condiciones, a asimilar el dolor por un lado pero también la dicha de crecer y superarse por otro. Aprender a liberarse de lo personal y a elegir el bien del ser que se ama. A reconocer la libertad y a encontrar la paz.

La separación obligada fue muy traumática, para todos, pero tuvo que ser. El único motivo que me unía a esa casa, no a ese hogar, era Julieta. Dormir de su manita todas las noches. Pero un día Ana se llevó la cuna a su dormitorio, cuando yo no estaba. Y entonces comprendí que me había quedado absolutamente solo y nada tenía ya que hacer allí.

Ese día me fui a dormir al instituto donde daba mis clases, con semejante dolor y confusión, que al llegar la noche, recién me di cuenta de que no tenía donde dormir. Ni siquiera había pensado en eso al irme. Ni siquiera se me ocurrió que podía ir a un hotel hasta que me comprara una cama.

Atontado, pero fiel a mis conocimientos técnico-prácticos, saqué una puerta, la puse sobre unas banquetas de madera, tomé una colchoneta de ésas para la playa, y allí... no digo que dormí bien, pero pasé la noche.

Julieta, hasta la adolescencia, sintió mucho rechazo hacia su madre, con la consecuente desesperación de ésta, que había aprendido a amar a su hija. Julieta me decía que no la soportaba; su madre me contaba que ya no la podía controlar. Ambas me pedían ayuda, cada una por su lado, y yo intentaba reconciliar... pero ¿cómo se hace para curar el corazón de una persona?

Hoy, Julieta, gracias a los tratamientos a los que la llevamos Julia y yo, a las operaciones, y a los cuidados, se ha superado, y gracias a la insistencia de la madre, ha estudiado inglés, teatro, danza, computación, y está terminando el secundario nocturno.

Julieta especial, Julieta sorpresa. Julieta incógnita para la medicina. Es una linda jovencita de casi 28 años, con la que mejor no se le ocurra a uno discutir, porque seguro que va a perder la discusión que ella, de un modo u otro, va a terminar ganando.

Cuatro planetas en Libra, en su Carta Natal, la hacen encantadora, seductora y cariñosa cuando quiere serlo. Neptuno en su Ascendente la hace carismática, como Marilyn Monroe, que tenía esta misma característica astrológica. Y su ídolo es la cantante Soledad, también Libriana, nacida un 12 de octubre.

Julieta sigue viviendo con su madre en su departamento en La Plata. Y que nadie ose hacer algún comentario negativo sobre su madre... ni tampoco hacerle a su madre un comentario negativo sobre su hija.

Tal vez, yo llegué a cumplir mi objetivo: despertar el amor entre una madre y su hija, que han resultado, con el tiempo, inseparables. Que han superado diferencias y han aprendido cómo se siente el amor y la compañía.

Mi hija hoy no quiere tratarse conmigo. No tiene tampoco buena relación con Julia, su abuela. Las dos únicas personas que la asistimos en su peor momento, el nacimiento. Son cosas que suelen suceder normalmente en la vida y hay que asimilarlas; me enseñó la difícil lección de aprender a ayudar por ayudar, a amar sólo por amor. Veinte días en soledad afectiva en una incubadora, según la Carta Natal Progresada, traen veinte años de desencuentros. Pero hoy, Julieta comparte su vida y su sentimiento con su madre. Han aprendido la lección de amor.

Y puede que yo también. Porque mi propósito era que ambas aprendieran a amarse, como madre e hija. No importa si yo quedé en el camino; tal vez sea que no supe cómo permanecer.

Pero al menos, a la distancia, en el espacio y en el tiempo, me siento muy contento por ellas dos. ¿Que si tales hechos me han traído infelicidad? No, creo que sólo me han traído dolor, pero también a veces a través del dolor puede encontrarse el aprendizaje, y a través del aprendizaje, la evolución. Y a través de la evolución, puede aprenderse a superar el miedo, y así, animarse a encontrar la libertad. Y a través de la libertad, según la mariposita, tal vez pueda ser encontrada la felicidad.

Y así fue como tuve la oportunidad, escasamente reservada para pocas personas, de sentirme padre y madre al mismo tiempo. Y pienso que así como Ana tuvo que aprender a ser madre, ha tenido también que ubicarse en el rol de padre, luego de la separación. La vida nos eligió, o nosotros nos elegimos, para esa función especial.

¿Es triste? Creo que no... ¿No ha sido acaso, un privilegio para mí? ¿Cuántos hombres han tenido la suerte de experimentar el ser padre y madre, al mismo tiempo? ¿Y no ha sido también un privilegio para Ana? Claro, “...depende de cómo se vivan las circunstancias” dijo la mariposita.

En mí no hay rencor, no hay resentimiento contra la vida; hay satisfacción por el deber cumplido, hay felicidad por haber aprendido a amar a la albondiguita con ojitos rasgados, como nunca imaginé que iba a amar en la vida, a alguien que no naciera linda ni inteligente.

Amarla desde que la vi, en su cajita de cristal, como una orquídea. Hay un lugarcito en mi corazón para ambas, madre e hija, aunque a veces temo que mi corazón haya quedado allá atrás, encerrado en el tiempo, adentro de aquella pequeña cajita de cristal.

El tiempo, esa magnitud cuántica que nos hace confundir pasado, presente y futuro, aunque paradójicamente, lo hayamos creado para que nuestra conciencia pueda diferenciarlos.

Una gran lección, a veces inquietante, otras desesperante, frustrante, muchas veces una experiencia iluminadora, llena de un encanto especial, llena de tristezas y alegrías como es el brillo de la vida, para tres seres muy particulares que la vida en sus designios misteriosos se encargó de reunir para un aprendizaje especial... pero que hoy me hace sentir en paz conmigo mismo de haber sido partícipe, porque...

Si vamos al caso... ¿No me ha tocado acaso el privilegiado rol de ser uno de los principales protagonistas de una hermosa y muy particular historia de amor...?

Emilio

(Tan sólo una persona que aprendió a amar la belleza de lo imperfecto)

No hay comentarios:

Publicar un comentario